La luz tenue de la tarde caía sobre Ravencourt Manor, proyectando sombras largas y angostas a través de los pasillos polvorientos y las vastas salas de piedra. El castillo parecía respirar con lentitud, cada habitación llena de ecos de historias no contadas, de murmullos que se filtraban a través de las grietas de los siglos.
Nathaniel Ashmere caminaba por el corredor central, su mente llena de una ira contenida y una necesidad urgente de respuestas. Sabía que debía enfrentarse a los Ravencourt. Había llegado demasiado lejos para retroceder ahora.
La mansión estaba casi vacía. Los miembros del clan, tan arrogantes y seguros de su poder, habían partido hacia otras tierras, dejando solo a Lord Cedric y Lady Imelda, los padres de las hermanas Ravencourt.
La atmósfera en el castillo era densa, como si los muros mismos estuvieran esperando el momento de revelar sus secretos oscuros. La brisa que se colaba por las rendijas de las ventanas parecía traer consigo voces apagadas, susurros de generaciones pasadas, de traiciones y pactos olvidados.
Nathaniel se detuvo frente a las grandes puertas del salón principal, donde ya sabía que Lord Cedric Ravencourt lo esperaba. El eco de sus pasos resonó en el vacío mientras empujaba la puerta. En el interior, Lord Cedric se encontraba de pie junto a la chimenea, su figura alta y solemne, proyectada contra las llamas danzantes.
A su lado, Lady Imelda, la matriarca del clan, permanecía sentada en una silla alta, su rostro inmóvil como una estatua, su mirada perdida en algún lugar lejano, en algún recuerdo olvidado.
El aire en la habitación estaba cargado de una tensión palpable. Nathaniel sintió cómo la magia ancestral del lugar se extendía a su alrededor, como si el castillo mismo estuviera observando, esperando el desenlace de esta confrontación.
—Lord Cedric —dijo Nathaniel, con voz firme, pero cargada de emoción contenida— He llegado hasta aquí, he atravesado los pasillos de este maldito castillo buscando la verdad sobre mi hermano, Edgar Ashmere. Y ustedes lo saben. ¿Qué ocurrió con él, Cedric? ¿Qué esconden tras esas puertas cerradas?
Lord Cedric lo miró con una calma inquietante, su rostro impasible, pero en sus ojos brillaba una chispa de algo mucho más oscuro. No respondió de inmediato, y Nathaniel pudo sentir que el hombre estaba calculando sus palabras, evaluando cada uno de sus movimientos. Los silencios de Ravencourt siempre tenían un propósito.
—Edgar Ashmere —comenzó Cedric, su voz grave y llena de una calma que Nathaniel detestaba— Mi familia ha sido enemiga de los Ashmere durante generaciones. Ya conoces nuestra historia, Nathaniel. Los pactos oscuros, las cacerías, las disputas por el poder. El pasado no se puede deshacer, ni la sangre se puede borrar.
Nathaniel apretó los puños, sintiendo el calor de la rabia recorrerle las venas, pero no dijo nada. Sabía que las palabras de Cedric no eran suficientes. Sabía que había más, mucho más, y que él estaba demasiado cerca de la verdad como para detenerse ahora.
—Mi hermano está vivo —dijo Nathaniel, con una fuerza renovada. Sus ojos se fijaron en Cedric, desafiándolo— Lo siento. Puedo sentirlo en este castillo. Puedo sentirlo en los pasillos, en las paredes mismas de este lugar. ¿Qué le hicieron?
Lady Imelda levantó la mirada, pero no dijo nada. Sus ojos, vacíos, como si estuvieran mirando a través de él, evitaban su contacto. Sin embargo, su presencia lo perturbaba profundamente, como un reflejo de lo que podría llegar a ser el destino de Nathaniel si no conseguía respuestas.
—Tú no entiendes nada, Nathaniel —dijo Cedric, con una dureza en la voz— Edgar fue un sacrificio, un precio que tuvimos que pagar para protegernos. No sé qué esperas de esta familia, ni qué esperas encontrar aquí. Los secretos de los Ravencourt son más antiguos que los tuyos, y si sigues buscando, te perderás en ellos. Es mejor que te olvides de tu hermano, de tu clan, de todo lo que una vez conociste.
Nathaniel sentía cómo su corazón latía con fuerza. El aire a su alrededor se volvió más denso, como si la atmósfera misma estuviera cargada de magia oscura, de algo que intentaba atraparlo y arrastrarlo hacia las profundidades de lo desconocido. Pero no iba a rendirse. No podía.
—No lo haré. —Las palabras salieron de su boca con más fuerza de lo que había esperado. Estaba decidido, más decidido que nunca. Él no se alejaría de Edgar, ni de Elisa.
Lady Imelda suspiró, como si el peso de sus palabras fuera más que suficiente para detener la conversación. Se levantó lentamente, su figura tan elegante como distante. Sin mirarlo directamente, habló con una calma inquietante.
—Nathaniel, mi querido —dijo, con una voz tan suave como la seda—, es mejor que te retires. No tienes idea de lo que estás diciendo. Elisa… ella no es para ti. Ni tú para ella. No sigas este camino. No sigas esta locura. Ya es demasiado tarde para deshacer lo que se ha hecho.
Elisa... Esa palabra golpeó a Nathaniel como una ola, y la respuesta de su madre lo dejó paralizado. Elisa. Algo en su interior, algo que ya no podía ignorar, lo empujaba hacia ella, lo mantenía atrapado en su presencia.
Su corazón latía por Elisa, más que nunca. No era solo la verdad sobre Edgar, sino también los sentimientos que ahora brotaban dentro de él por esa mujer. La atracción era más fuerte que nunca, y a pesar de las advertencias, a pesar de las palabras de Lady Imelda, algo en él se negaba a alejarse.
Nathaniel miró a Elisa, que permanecía en silencio junto a su madre, pero su mirada se había suavizado, como si compartiera su dolor, pero a la vez su confusión. Algo en su interior lo empujaba hacia ella, como un imán. Ella era la razón por la que no podía marcharse, por la que no podía rendirse.
Selene y Vianne, las otras dos hermanas, observaban desde las sombras del salón, su presencia una constante amenaza que Nathaniel no podía ignorar. Selene había sido el primer hechizo, la seducción fatal que lo había atraído a este lugar. Vianne, con su melancolía y misterio, lo había mantenido cautivo, sin que él pudiera entender completamente lo que le sucedía.