Tres Rostros. Un Destino

Un amor más allá de la oscuridad

La noche había caído por completo sobre Ravencourt Manor, sumiendo la vasta mansión en un profundo silencio. El aire estaba cargado de la humedad de la tormenta que se había desatado afuera, pero dentro del castillo, la oscuridad parecía cobrar vida propia.

Las velas parpadeaban en las mesas y en las paredes, iluminando débilmente los pasillos, pero el ambiente era pesado, como si el castillo guardara secretos demasiado oscuros para ser revelados. Sin embargo, entre las sombras, algo más florecía en el corazón de Nathaniel Ashmere. Algo más fuerte que cualquier hechizo o maldición.

Elisa.

Después de todo lo que había sucedido, después de las confrontaciones con los Ravencourt y las respuestas evasivas, Nathaniel había llegado a comprender lo que sentía por Elisa. No era un amor común ni un simple deseo, sino algo más profundo, más antiguo, como si sus almas estuvieran predestinadas a encontrarse a pesar de las tinieblas que los rodeaban.

Elisa lo esperaba en su habitación, una habitación decorada con tapices que retrataban escenas de la naturaleza, una suavidad en el ambiente que contrastaba con la austeridad del castillo. El cuarto, aunque frío, estaba lleno de una calidez tranquila. Cuando Nathaniel entró, ella lo miró con sus ojos dorados, susurrando su nombre en un tono suave, como si temiera romper el hechizo de su conexión.

—Nathaniel... —dijo Elisa, su voz cargada de una dulzura que hacía que su alma se calmara de inmediato.

Él no pudo evitar acercarse a ella, el deseo en su corazón creciendo con cada paso, pero también el miedo. Sabía que este amor estaba prohibido, que era un amor que el clan Ravencourt no aceptaría jamás. Sin embargo, algo en su interior le decía que no podía alejarse de ella. Algo más fuerte que la oscuridad que envolvía el castillo.

Elisa extendió su mano hacia él, invitándolo a acercarse. La atmósfera entre ellos era tan densa que se podía cortar con un cuchillo, como si el mismo castillo estuviera observándolos, esperando ver si sucumbían o si se apartaban el uno del otro.

Nathaniel no lo pensó más. Se acercó, y con suavidad, acarició la mejilla de Elisa. Sus ojos dorados lo miraban con una mezcla de amor y tristeza, como si supiera que este amor traería consigo más sombras de las que podían imaginar.

—No tienes que hacerlo, Nathaniel —dijo Elisa, con la voz rota por la emoción. Ella había sentido lo mismo que él. El peso del destino que los había unido.

Pero Nathaniel, con el corazón acelerado y la mente turbada, negó con la cabeza. No podía alejarse de ella. No podía dejarla atrás.

Se inclinó hacia ella, y sus labios se encontraron en un beso suave, lleno de ternura y pasión reprimida. Fue un beso puro, como una promesa hecha en silencio, sin palabras que pudieran definir lo que sentían.

El beso era la mezcla de sus almas, una comunión de sus deseos más profundos, un refugio en medio de la tormenta. Todo lo demás se desvaneció: el castillo, el clan, los hechizos. Solo existían Nathaniel y Elisa, dos almas atrapadas por un amor que desbordaba cualquier límite.

El aire a su alrededor parecía volverse más denso, más cálido, como si la oscuridad del castillo se desvaneciera al contacto de sus labios. Pero ese momento de pureza, de amor absoluto, no duró para siempre.

Cuando Nathaniel levantó la cabeza, se encontró con los ojos de Elisa brillando de emoción y temor, como si sintiera la misma urgencia en su corazón. La necesidad de aferrarse al amor que los unía antes de que el mundo exterior los arrastrara de nuevo a las sombras.

—Te amo, Elisa —susurró Nathaniel, sus palabras llenas de sinceridad y desesperación.

Ella sonrió, un gesto triste pero lleno de cariño.

—Y yo a ti, Nathaniel. Pero no te olvides de quién eres, de quién eres realmente. No te dejes atrapar por este lugar, por lo que este clan es capaz de hacer. No quiero perderte.

Sus palabras resonaron en la mente de Nathaniel, como un eco que no podía desaparecer. Él sabía que debía seguir adelante, que no podía dejarse arrastrar por las sombras de este castillo. Pero, al mismo tiempo, no podía abandonar a Elisa. Algo dentro de él, algo profundo, le decía que debía protegerla, que su destino estaba sellado junto al suyo.

Se separó lentamente de ella, el aire pesado entre ellos, la distancia que siempre existió, pero que ahora parecía más cruel que nunca. Sabía que tenía que salir de allí, que el amor que sentía por ella no podría salvarlos de la oscuridad que los rodeaba.

Se volvió para salir de la habitación, y el silencio del castillo lo envolvió como un manto. El viento soplaba débilmente, pero la quietud de la noche era opresiva. El pasillo parecía más largo que nunca, como si el castillo tratara de atraparlo, de detenerlo. Pero entonces, algo lo detuvo. Un susurro.

Ayúdame, Nathaniel…

Su nombre fue pronunciado con tanta claridad que Nathaniel detuvo su paso. Se giró, mirando al vacío, la oscuridad envolviendo el pasillo. No había nadie allí. Sin embargo, su corazón comenzó a latir más rápido, y algo más dentro de él lo impulsó a seguir adelante.

Ayúdame… por favor… sácame de aquí…

La voz era inconfundible. Era Edgar. Su hermano. Nathaniel podía sentirlo con una claridad que no podía explicar. La magia que siempre había tenido dentro de él, esa misma que nunca antes había querido usar, se despertó en su interior. Era como si su hermano estuviera llamándolo desde la misma oscuridad que los rodeaba, como si Edgar estuviera atrapado entre las paredes de Ravencourt Manor.

La magia de Nathaniel comenzó a fluir, una sensación que lo envolvía, que lo iluminaba por dentro. El hechizo de Selene había desaparecido, y con ello, la niebla que nublaba su mente se disipó. Edgar estaba allí, en algún lugar de este maldito castillo. Y Nathaniel no iba a dejar que su hermano se quedara atrapado en la oscuridad.

Con la respiración agitada, comenzó a caminar por el pasillo, decidido. Sabía que el tiempo se le escapaba entre los dedos, pero la llamada de su hermano era más fuerte que cualquier advertencia. Edgar estaba allí, atrapado en algún rincón de Ravencourt, esperando ser rescatado.




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