Tres Rostros. Un Destino

La Búsqueda de Edgar

La oscuridad se extendía como un manto sobre Ravencourt Manor, envolviendo cada rincón de la mansión, dejando que solo la tenue luz de las velas titilara débilmente en los pasillos interminables.

Nathaniel Ashmere avanzaba a tientas, la respiración agitada, su corazón palpitando en su pecho con una intensidad que casi le impedía pensar. Había algo en el aire, una opresión invisible que lo arrastraba hacia adelante, como si el mismo castillo lo estuviera guiando hacia el abismo.

El eco de sus pasos resonaba con un ritmo marcado, como una llamada constante, como si los muros de Ravencourt estuvieran susurrando su nombre. Cada vez que miraba hacia adelante, el pasillo parecía alargarse, retorcerse, como si el castillo no quisiera dejarlo escapar. La fría neblina que envolvía el castillo penetraba en sus huesos, pero no se detuvo. No podía detenerse. Edgar lo necesitaba.

A medida que avanzaba, una extraña sensación lo invadía. No era el miedo, sino algo más primitivo, algo ancestral, como si las paredes mismas estuvieran llenas de recuerdos olvidados, de gritos silenciados y sombras que nunca morirían. La voz de su hermano, suave pero desesperada, resonaba en su mente:

Ayúdame, Nathaniel... por favor... sácame de aquí....

Cada palabra sentía como si estuviera clavada en su alma, una daga envenenada que no podía retirar. Edgar estaba cerca. Edgar estaba aquí, en las profundidades de este castillo maldito, atrapado entre los muros que habían sido testigos de secretos oscuros.

Finalmente, llegó a una gran puerta de madera oscura, tallada con símbolos extraños que se retorcían en las sombras. El Corazón Obsidiana. Sabía que este artefacto debía tener algo que ver con la desaparición de su hermano.

La habitación detrás de la puerta parecía respirar, esperando que él la abriera. Nathaniel se detuvo frente a ella, su mano temblando al alcanzar el pomo. El aire alrededor de él se volvió espeso, y el sonido de su respiración se mezcló con los susurros invisibles que flotaban en el ambiente.

La puerta cedió con un crujido bajo la presión de su mano, y cuando entró, fue como si el tiempo se hubiera detenido. Dentro de la sala, el aire era denso, cargado de magia, de antiguos encantamientos que todavía vibraban en las paredes.

El piso de piedra estaba cubierto de polvo y telarañas, pero había algo más, algo que llamaba a Nathaniel con fuerza. El silencio era absoluto, salvo por el sonido de su propio corazón golpeando contra su pecho. Los estantes de libros polvorientos se alzaban en las sombras, y entre ellos, una figura se encontraba inmóvil.

Nathaniel se acercó, el sudor frío recorriéndole la frente, y al llegar a la figura, se quedó petrificado. Edgar no estaba allí físicamente, pero su presencia lo envolvía.

En la mesa de piedra en el centro de la sala, había un viejo libro abierto, sus páginas amarillentas cubiertas de inscripciones en una lengua que Nathaniel no podía leer. Junto al libro, un espejo pequeño, de aspecto antiguo, reflejaba una sombra.

— Edgar—murmuró, acercándose al espejo, sus palabras llenas de desesperación.

El reflejo que apareció no era su hermano, pero algo dentro de Nathaniel le decía que era él, o al menos lo que quedaba de él.

En el cristal, Edgar aparecía, no como un hombre físico, sino como una figura translucida, una sombra atrapada entre dos mundos. Su rostro estaba distorsionado por el sufrimiento, pero sus ojos, esos ojos, brillaban con una intensidad tan profunda que Nathaniel sintió como si su alma fuera arrancada de su cuerpo.

—Ayúdame, Nathaniel... —la voz de Edgar se filtró a través del cristal, más clara que nunca.

Nathaniel dio un paso atrás, el aire se le escapó de los pulmones, y el pánico se apoderó de él. ¿Qué estaba ocurriendo? Edgar estaba atrapado en este espejo, en una prisión que ni él mismo había comprendido. La magia del castillo, la misma que había mantenido a Edgar cautivo, se había infiltrado en cada rincón, en cada grieta de su alma.

—¿Qué has hecho? —gritó Nathaniel, mirando al espejo con una intensidad que podría haber destrozado cualquier otra cosa. Edgar lo observaba fijamente, su rostro lleno de angustia, como si supiera lo que sucedería.

De repente, una sombra se deslizaba desde una esquina de la habitación. Selene apareció de las sombras, su figura como una serpiente que emergía lentamente de su guarida. El brillo en sus ojos dorados revelaba una satisfacción peligrosa, como si estuviera observando una escena que ya sabía que ocurriría.

—¿Qué has hecho, Nathaniel? —dijo con una sonrisa siniestra. Su voz era suave, como el sonido del viento en la oscuridad— El Corazón Obsidiana es el precio. Lo sabes.

Nathaniel, sin comprender completamente lo que sucedía, dio un paso hacia Selene, su miedo transformándose en rabia. Sabía que ella, su magia, había estado involucrada en la desaparición de Edgar. Pero algo más ocurría, algo más profundo que él no podía entender todavía.

—¿Qué has hecho con mi hermano? —su voz era un susurro tenso, temblando con el peso de su furia. Selene se acercó a él, su rostro cerca del suyo, y en sus ojos brillaba la oscuridad de todo lo que había sucedido en Ravencourt.

—No es tan simple, Nathaniel —susurró, la sonrisa desapareciendo en sus labios, reemplazada por una expresión de fatalidad— Edgar fue el sacrificio. El primero. El más fuerte de todos. Y ahora, tú... tú también estás atrapado. Solo que no lo sabes.

Nathaniel, sin poder comprender completamente las palabras de Selene, sintió como la oscuridad lo envolvía. El aire se volvía más pesado, y el reflejo de su hermano en el espejo comenzaba a distorsionarse, como si algo dentro de él comenzara a desmoronarse.

Antes de que pudiera reaccionar, Edgar gritó de nuevo, esta vez con más fuerza, como si la desesperación invadiera cada palabra.

—Nathaniel, por favor... sácame de aquí... ¡Hazlo! ¡Libérame!

La desesperación en la voz de su hermano penetró más profundamente que cualquier hechizo. Nathaniel se abalanzó sobre el espejo, su mano tocando la superficie fría, sintiendo cómo la magia lo consumía, cómo la oscuridad del castillo lo rodeaba.




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