Tres Rostros. Un Destino

El despertar de la magia blanca

La sala del sótano, donde las sombras parecían perpetuas, se llenó de una luz cegadora. La magia que emergió de Nathaniel Ashmere no era como cualquier otra magia que hubiera sentido antes. Esta era diferente: blanca, pura, liberadora.

Su cuerpo vibraba con ella, cada célula en su interior cantaba al unísono con la fuerza que fluía a través de su ser, como si cada poro de su piel estuviera impregnado por un poder ancestral que nunca había entendido, pero que ahora se despertaba con una claridad aterradora.

Los muros de Ravencourt Manor temblaron. La oscuridad misma comenzó a retroceder, como si la luz de Nathaniel fuera un faro en un mar de tinieblas. El frío que había invadido el castillo desde el primer día se desvaneció, reemplazado por una calidez que parecía quemar la maldad acumulada durante siglos.

Selene retrocedió, su rostro palideciendo al ver cómo la magia de Nathaniel arrasaba con la neblina de oscuridad que había rodeado el castillo durante tanto tiempo. Su cuerpo tambaleó, y por un momento, Selene pareció confundida, como si no pudiera comprender lo que estaba sucediendo.

Su magia, la misma que había mantenido el poder de Ravencourt, se desvaneció ante la luz brillante que emanaba de Nathaniel, y ella no pudo evitar sentirse pequeña ante la magnitud de su poder.

De repente, las lágrimas comenzaron a rodar por el rostro de Selene. La máscara que había llevado durante tanto tiempo se rompió, y la verdadera Selene apareció, una mujer rota, llena de arrepentimiento y amor. Selene no era la fría hechicera que siempre había mostrado al mundo, sino una mujer desgarrada por su propio dolor y la culpa que llevaba consigo.

Se abalanzó sobre el espejo, sujetándolo con ambas manos, apretándolo contra su pecho. Su cuerpo temblaba, y sus sollozos llenaban la sala. Nathaniel la observó, asombrado, sin saber qué hacer. Los murmullos de Edgar seguían en sus oídos, como ecos distantes, y ahora, en medio de esa escena, el sufrimiento de Selene parecía reflejar el de su hermano.

Selene levantó la cabeza, mirando a Nathaniel con ojos llenos de desesperación.

—Perdóname... perdóname, Edgar. —sus palabras fueron un susurro entrecortado, pero cargado de una verdad desgarradora— Fui cobarde... y muy sumisa. No pude protegerte. No pude salvarte...

Nathaniel, sin poder contenerse más, dio un paso hacia ella, su corazón latiendo con fuerza. Todo lo que había descubierto hasta ahora, todo lo que había sentido por Elisa, y la conexión con su hermano, lo empujaban a hablar.

—Si realmente lo amas, Selene... ayúdame a salvarlo.

Selene lo miró, el miedo reflejado en sus ojos dorados. Era un miedo visceral, uno que provenía de algo mucho más profundo que ella misma. El miedo de perderlo todo. El miedo de enfrentar lo que su clan representaba.

—Mi clan jamás nos dejará escapar Nathaniel. ... ni a ustedes, ni a nosotras. —Las palabras de Selene fueron una sentencia. Pero Nathaniel, con su poder recién descubierto, no se dejó intimidar.

—En ese caso, no les pediremos permiso. Los enfrentaremos hasta el final. —su voz estaba llena de determinación, de una valentía que no había mostrado nunca antes.

La luz blanca que emanaba de él parecía envuelta en un aura imparable. Algo dentro de él había cambiado, algo que no podía detener. El amor por Elisa, el sacrificio de su hermano, la oscuridad que rodeaba todo lo que conocía... todo eso se unía, empujándolo a un destino que no podía escapar.

Selene lo miró, sin palabras, y por un momento, parecía querer decir algo más, pero se detuvo. Su rostro, aunque marcado por el dolor, mostraba una fragilidad que había mantenido oculta durante demasiado tiempo. Selene no era solo una enemiga. Ella, al igual que Nathaniel, estaba atrapada en su propia lucha interna.

Pero en ese mismo instante, cuando la tensión entre ellos alcanzaba su punto más álgido, una sombra más oscura que el propio castillo se deslizaba hacia la sala, como una presencia que todo lo consume. El sonido de unos pasos lentos y firmes resonó, y cuando Nathaniel giró para ver quién se acercaba, se encontró con la figura imponente de Lord Cedric Ravencourt.

Su rostro era una máscara de furia contenida, pero también de una sabiduría ancestral que Nathaniel no podía comprender aún. El aire de la sala se volvió espeso, y el mismo castillo pareció contener la respiración, esperando que la confrontación final tuviera lugar.

Cedric se adelantó lentamente, sus ojos fijos en Nathaniel, pero su mirada no estaba dirigida solo a él. Estaba mirando también a Selene y a las ruinas de lo que parecía haber sido una familia unida por una magia oscura que había atrapado a todos.

—Tú no entiendes lo que estás haciendo, Nathaniel Ashmere —dijo Cedric, su voz baja, pero cargada de un poder que se sentía como un peso sobre sus hombros— Ravencourt no es solo un clan. Es un legado. Lo que tú llamas amor no puede contra lo que hemos construido. Es nuestra maldición y nuestra fuerza. Y tú... solo eres un peón más en este juego de sombras.

Nathaniel se adelantó, el brillo de su magia blanca resplandeciendo a su alrededor, y sin miedo, le respondió:

—Entonces enfrentémonos, Cedric. Porque no me detendré hasta que mi hermano y Elisa estén a salvo.

Cedric sonrió, pero era una sonrisa vacía, como si ya supiera el desenlace de este juego. Elisa, que había estado observando desde las sombras, dio un paso hacia Nathaniel, su rostro marcado por la angustia y la lucha interna.

—Nathaniel... —dijo en voz baja, sus ojos brillando con una mezcla de amor y miedo — Te amo.

La declaración fue suficiente para encender la última chispa de determinación en el corazón de Nathaniel. No podía retroceder ahora. No lo haría. Elisa era su razón, su fuerza. Edgar era su dolor, su lucha. Y juntos, se enfrentarían a lo que fuera necesario, a lo que el clan Ravencourt quisiera hacerles.

Con las sombras que los rodeaban y la magia que ahora fluía a través de él con fuerza, Nathaniel estaba listo para lo que vendría.




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