Dentro del espejo, Edgar Ashmere estaba atrapado, pero no solo en una prisión de cristal. La oscuridad que lo rodeaba era más que una simple sombra. Era algo vivo, algo que había estado esperando, observando, devorando lentamente su esperanza.
Cada momento que pasaba, su alma parecía desvanecerse, absorbida por las garras invisibles de una oscuridad que lo rodeaba por completo. El frío era tan intenso que sentía que sus venas se congelaban, su respiración cada vez más lenta, mientras la desesperación lo consumía.
Pero en el fondo, algo en su interior no se dejaba vencer. Edgar no iba a sucumbir. Su magia blanca comenzaba a brillar débilmente, como una chispa en la oscuridad. Al principio era casi imperceptible, un leve resplandor en su pecho, pero pronto comenzó a expandirse, desintegrando las sombras que trataban de ahogarlo.
La luz era su única aliada, pero, aun así, era frágil, como si estuviera luchando contra un océano de oscuridad que lo empujaba hacia el abismo.
A través del cristal, las sombras intentaron retenerlo, transformándose en figuras monstruosas que se arrastraban por los bordes de su visión, con ojos que brillaban con malevolencia.
Pero la luz de Edgar, aunque débil, desterraba esas formas, como si fueran nada más que ilusiones. La magia blanca que fluía a través de él, heredada de su linaje, se manifestaba en pequeños destellos, desintegrando todo lo que se acercaba demasiado.
En su mente, Edgar veía las imágenes distorsionadas de Selene y sus momentos juntos, de la promesa que había hecho a su corazón, de la vida que aún deseaba vivir a su lado. Selene... aunque ella había sido su perdición en muchos aspectos, su amor era lo único que lo mantenía cuerdo, lo único que le daba fuerzas para luchar. Si caía ahora, todo estaría perdido.
-No puedo rendirme... no puedo... -se susurraba a sí mismo, su voz apagada por la prisión que lo rodeaba.
A lo lejos, podía sentir algo más. No era una presencia, sino una sensación. Algo conocido. Nathaniel. Su hermano menor. A pesar de la distancia, de las murallas invisibles que lo separaban de su hermano, Edgar sentía la magia de Nathaniel. Era diferente a la suya, más pura, pero poderosa. Nathaniel aún estaba buscando la manera de liberarlo, de romper el hechizo, de acabar con la maldición que había caído sobre ellos.
Pero mientras Edgar luchaba por mantener su magia activa, las sombras a su alrededor se volvían más intensas, como si algo más estuviera ocurriendo. Algo más grande, algo que la oscuridad no quería que viera.
En lo profundo de Ravencourt Manor, en una habitación oculta, la oscuridad comenzó a tomar forma. Primero fue solo una presencia, una sensación palpable que se arrastraba entre las paredes de la mansión, como si el propio castillo hubiera estado esperando el momento para desatar su poder.
De repente, en el centro de una de las antiguas salas, donde los ecos del pasado parecían susurrar a través de las grietas del tiempo, la oscuridad comenzó a formar una criatura. Un monstruo, nacido de las sombras mismas. Su forma era abstracta al principio, difusa y borrosa, pero pronto tomó consistencia.
Se alzó como una figura humana, pero distorsionada, con tentáculos de oscuridad que se extendían a su alrededor, deshaciéndose en un negro absoluto. Sus ojos brillaban con una luz malévola, como si quisiera devorar todo a su paso.
La criatura no era solo una manifestación de la magia oscura del castillo. Era el guardián de algo mucho más antiguo, algo que los Ravencourt habían protegido durante generaciones.
En las paredes del castillo, las runas que adornaban las antiguas salas comenzaron a brillar con un brillo rojo intenso, como si respondieran a la creación de la criatura. La magia ancestral que el clan Ravencourt había sellado en esas paredes comenzó a desatarse, y con ella, la fuerza del Corazón Obsidiana, un artefacto cuyo poder había sido usado durante siglos para mantener el equilibrio de la magia oscura en Ravencourt. La criatura se alzó con fuerza, como un depredador esperando cazar a su presa.
Mientras tanto, en el corazón de Ravencourt Manor, Nathaniel sentía que algo se movía dentro de él. Un escalofrío recorrió su espalda. Había sentido esa presencia antes, algo sombrío, algo familiar, como si estuviera observándolo desde las sombras.
La magia blanca que fluía a través de él comenzó a arder con mayor intensidad. Edgar lo llamaba, su magia aún estaba allí, pero algo estaba cambiando. El castillo se llenaba de una tensión palpable, como si los propios muros estuvieran a punto de colapsar sobre ellos.
Nathaniel sintió el peso de la desesperación en su pecho. ¿Qué estaba pasando? Podía sentir la angustia de Edgar, esa lucha interior desesperado por escapar, y sabía que su hermano no resistiría mucho más. Algo peor estaba ocurriendo. La magia del castillo, la misma que había encerrado a Edgar en ese espejo maldito, ahora amenazaba con consumirlo todo.
De repente, la voz de Edgar llegó a sus oídos, clara y desesperada.
- Nathaniel, ¡ayúdame! - su grito resonó en la mente de Nathaniel como un eco distante, pero lleno de desesperación.
Nathaniel no podía quedarse quieto. Edgar estaba atrapado, pero el castillo entero estaba a punto de ser engullido por la oscuridad. La criatura, el guardián del Corazón Obsidiana, ya estaba tomando forma, y con ella, el destino de los dos hermanos estaba en juego.
Pero Nathaniel no se rendiría. Sabía que, a pesar de la oscuridad que se desataba en las entrañas del castillo, a pesar del monstruo que se alzaba en el corazón de Ravencourt Manor, él no iba a dejar que su hermano cayera. Edgar confiaba en él. Y eso le daba fuerzas. La magia blanca dentro de él brilló con más fuerza, como una llama que rechazaba las sombras que se cernían sobre ellos.
-¡Voy a salvarte, Edgar! - gritó, con la voz llena de determinación, mientras el poder de su magia blanca comenzaba a llenar los pasillos del castillo.