El aire estaba denso, impregnado con la misma oscuridad que marcaba a Ravencourt Manor como un lugar condenado. Edgar y Selene habían caído en un lugar que Edgar había temido olvidar, pero al que el destino los había traído de nuevo.
El espejo mágico no solo había sido la prisión de Edgar, sino también el reflejo del tormento y la desesperación que había marcado su vida. El espacio era frío, las paredes estaban cubiertas con un musgo negro que parecía absorber cualquier rayo de luz. Las sombras se alzaban en cada rincón, como si el castillo mismo estuviera vivo, respirando en la oscuridad.
Las antorchas que iluminaban el lugar titilaban débilmente, arrojando luces frágiles que parecían vacilar ante la enormidad del mal que residía en las paredes.
Edgar sintió un estremecimiento recorrer su columna vertebral. Cada rincón de aquel lugar le traía recuerdos horribles, y el peso de los años pasados en prisión, dentro del espejo mágico, lo aplastaba con fuerza.
Su mente y su cuerpo revivían los momentos de dolor y desesperación que había soportado, y sus recuerdos de la tortura le quemaban como el fuego. Los grilletes invisibles de su alma le impedían respirar con normalidad. El eco de su sufrimiento aún resonaba en cada paso que daba.
Selene, a su lado, percibió su sufrimiento con una agudeza que solo el amor verdadero puede ofrecer. Su mirada se suavizó mientras él temblaba bajo la presión de los recuerdos. La oscuridad que los rodeaba era abrumadora, pero ella no iba a permitir que Edgar sucumbiera a los demonios del pasado.
El amor que sentía por él no podía ser quebrado, ni siquiera por las sombras que su madre, Lady Imelda, había invocado a través de generaciones de maldición.
Pero antes de que pudieran reaccionar, Lady Imelda apareció ante ellos, como una sombra que se materializaba en la habitación, su presencia era tan opresiva que parecía ahogar el aire. Imelda vestía un oscuro manto que fluía con elegancia malévola.
Su rostro, hermoso pero cruel, mostraba una sonrisa de desdén mientras observaba a su hija y a Edgar. Los ojos de Imelda brillaban con una furia antigua, los mismos ojos que habían presenciado su traición a la familia, los ojos de la matriarca de los Ravencourt.
—Creí que podría mantenerlos bajo control... pero veo que el amor ha comenzado a nublar la razón de ambos. —La voz de Imelda era suave, pero cargada con una maldad tan palpable que las paredes parecían vibrar. —Edgar Ashmere, ¿crees que podrás escapar de lo que te hemos hecho? ¿De lo que has hecho a tu propio destino?
Edgar retrocedió, pero el dolor que sentía al estar de nuevo en ese lugar lo envolvía como un manto. La tortura mental y física de estar atrapado allí, de nuevo, lo abrumaba. Y entonces, la magia de Imelda se alzó. Un vendaval oscuro surgió de sus manos, las sombras se retorcían como serpientes, buscando envolver a Edgar y aplastarlo de nuevo en su prisión.
Selene, al ver el peligro inminente, reaccionó con rapidez, extendiendo sus manos con fuerza y determinación. Un resplandor puro surgió de su cuerpo, iluminando la oscuridad con su luz blanca. Las sombras se desintegraron al contacto con su magia, y Selene se interpuso entre Edgar y su madre, protegiéndolo con su amor y su poder.
—No permitiré que le hagas daño. —La voz de Selene resonó con fuerza, como un eco de justicia en medio de la oscuridad. —Si debo enfrentarme a ti para protegerlo, madre, lo haré.
Imelda se detuvo por un momento, su mirada llena de incredulidad y enojo. Era la primera vez que Selene se le oponía de tal forma, y la furia en sus ojos era palpable.
—¡No tienes ni idea de lo que estás haciendo!
Imelda levantó ambas manos hacia el cielo, y la magia oscura de los Ravencourt se alzó a su alrededor. La sala se llenó de un resplandor rojo y negro, las sombras se retorcían y se materializaban en criaturas de pesadilla que se abalanzaron sobre Selene.
La batalla comenzó en ese momento, un enfrentamiento épico entre la luz de Selene y la oscuridad de Imelda. Selene luchaba con valentía, pero la magia de su madre era imparable, alimentada por siglos de maldad y poder. Las sombras, como garras invisibles, rasgaban el aire y chocaban contra la magia blanca que Selene invocaba.
El suelo de piedra comenzó a agrietarse, los muros se sacudían con la intensidad de la batalla. Selene luchaba con la fuerza de su amor, cada hechizo, cada conjuro lanzado por ella, era un reflejo de su voluntad de proteger a Edgar.
Pero Imelda estaba decidida a someter a su hija y aplastar toda esperanza de rebelión. El aire se volvió más denso, como si la misma magia negra estuviera absorbiendo todo lo que Selene tenía. Los monstruos formados por sombras la atacaban, uno tras otro, pero Selene no se rendía. Su luz no vacilaba, su fe en Edgar y en sí misma era más fuerte que cualquier sombra.
Edgar, mientras tanto, estaba abrumado por el lugar. Sus recuerdos de la prisión, el tormento que había sufrido, lo mantenían atrapado en un estado de angustia. Pero al ver a Selene luchando con tanta pasión, algo dentro de él despertó. La desesperación se convirtió en determinación, y comenzó a liberar su propia magia blanca, una energía que había permanecido oculta en su interior.
Con un grito de poder, Edgar invocó su magia. Una ola de luz blanca surgió de su cuerpo, rompiendo la oscuridad que lo había aprisionado durante tanto tiempo. La luz se expandió, iluminando todo a su alrededor, y comenzó a desintegrar las criaturas oscuras que Imelda había invocado.
La magia blanca de Edgar se unió a la de Selene, fortaleciendo su poder. El escudo de luz que se formó entre ellos y Imelda fue imparable. La oscuridad retrocedió, y Imelda, aunque furiosa, no pudo evitar ser empujada hacia atrás por la fuerza de su propio fracaso.
La batalla seguía siendo feroz, pero Edgar ya no estaba dispuesto a ser derrotado. Selene y Edgar, juntos, combinaban sus poderes en una última ofensiva para romper el control de Imelda.