Tres Rostros. Un Destino

La Luz en la Penumbra

El eco de las sombras retumbaba en los pasillos oscuros de Ravencourt Manor. Las paredes, desgastadas por siglos de tormenta mágica, parecían vibrar bajo el peso de la maldad que se había gestado dentro de ellas.

La neblina que cubría el castillo no solo provenía de las grietas en el suelo o de las ventanas selladas, sino de una energía palpable, la misma oscuridad que había invadido a la familia Ravencourt durante generaciones. Nathaniel y Elisa caminaban juntos, con los sentidos al límite, sin saber cuántos pasos les quedaban antes de que la magia oscura de Cedric los atrapara nuevamente.

El pasillo, antes tan lleno de vida y luz, ahora parecía un laberinto de sombras. Las antiguas lámparas de hierro que colgaban del techo no servían más que para iluminar a medias el camino, y las ventanas, cubiertas por cortinas de terciopelo, parecían mantener fuera toda la luz del mundo exterior.

El aire estaba cargado con una humedad espesa que penetraba la piel, un viento artificial que parecía susurrar entre los muros como si el castillo estuviera vivo, respirando, esperando.

Elisa, con los ojos fijos en Nathaniel, no pudo evitar sentir el peso de la desesperación en su pecho. Aunque la fuerza de su magia blanca seguía viva, palpitante en su interior, había algo más allá de la magia que la aterraba.

Cedric no era solo un hombre de poder; era la sombra misma de una era de sufrimiento, el último vestigio de un mal que había marcado a Ravencourt por generaciones. Pero lo peor, para Elisa, no era solo enfrentarse a Cedric. Era el miedo de perder a Nathaniel. Cada paso que daban, el temor de que, incluso juntos, no fueran lo suficientemente fuertes para vencer lo que los rodeaba la asfixiaba.

Nathaniel, a su lado, se dio cuenta de lo que ocurría en su interior. Podía sentir la tensión que recorría el cuerpo de Elisa, la incertidumbre que nublaba su mirada. Ella intentaba mantener su compostura, pero en el fondo, Nathaniel sabía lo que sentía. Aún así, no la dejaría caer. Elisa era su luz, y aunque el mundo entero pareciera derrumbarse a su alrededor, él no dejaría que la oscuridad la consumiera.

—Elisa... —dijo suavemente, su voz grave y cargada de preocupación. —Estás más fuerte de lo que crees. Yo lo sé. No estamos solos en esto.

Elisa lo miró, una chispa de duda y angustia brillando en sus ojos.

—Pero el castillo... la oscuridad que nos rodea... siento que se va apoderando de nosotros. —dijo, con la voz quebrada. —Es como si cada paso que damos nos alejara más de la esperanza. ¿Cómo vamos a derrotarlos, Nathaniel?

El peso de su pregunta flotaba en el aire, pero Nathaniel no dudó. Cerró los ojos un momento, respirando profundamente, y al abrirlos, los vio con una intensidad profunda que Elisa no había visto antes.

—No importa cuán oscura sea la noche, Elisa. La luz siempre regresa. —dijo él, con un dejo de determinación en su voz. —Lo que sentimos, lo que somos... Eso es lo que nos hace más fuertes que cualquier sombra. Lo sé. Tú lo sabes.

Elisa asintió, aunque la duda aún persistía en su corazón. El miedo al futuro era un monstruo que nunca dejaba de acechar, pero la luz que ella sentía dentro de Nathaniel la ayudaba a seguir caminando. Ya no estaba sola. Y aunque Cedric les había arrebatado tanto, ya no podrían destruir lo que ellos habían formado. Lo que ellos eran, uno para el otro.

Entonces, un sonido rompió la quietud de la oscuridad. Un retumbar profundo recorrió los pasillos, y de las sombras emergió una figura. Cedric Ravencourt se materializó ante ellos, como un espectro de la noche, con su rostro sombrío, la mirada penetrante y los ojos brillando con un resplandor malicioso.

Era un hombre, sí, pero su presencia era la de algo mucho más antiguo, más allá de lo humano, algo que había sido formado por siglos de ambición y crueldad.

Nathaniel no se movió. Su cuerpo se tensó, su magia blanca latiendo con fuerza. Elisa también se preparó, sus manos levantándose para invocar la luz, pero Cedric los detuvo con un solo movimiento.

—¿Realmente creen que pueden detenerme? —su voz fue un susurro bajo y oscuro, lleno de superioridad. —¿Que su magia blanca puede acabar con lo que hemos construido durante siglos?

Las sombras comenzaron a moverse a su alrededor, como si respondieran a su comando, tomando forma y creciendo en tamaño, como criaturas hambrientas de alma. Nathaniel levantó la mano, y una onda de luz pura estalló en el aire, golpeando las sombras y desintegrándolas en polvo. Pero por cada sombra que desaparecía, otra surgía, más fuerte, más oscura.

—No puedes ganar, Cedric. —dijo Elisa, con los ojos brillando con una determinación inquebrantable. —Te detendremos. No permitiremos que destruyas lo que queda de nosotros.

Cedric sonrió con malicia, su risa llena de desdén.

—¿De veras creen que algo tan patético como su amor puede salvarlos? —dijo, alzando las manos y dejando que la oscuridad se intensificara. Las sombras se arremolinaron, cubriendo cada rincón, llenando el aire de una presión palpable. —La oscuridad es nuestra. La han alimentado desde que nacieron.

Pero Nathaniel no se dejó arrastrar por las palabras de Cedric. En lugar de ceder, aumentó la intensidad de su magia blanca. Y, en ese mismo instante, Elisa lo hizo con ella. El aire comenzó a brillar con luz pura, creando un escudo protector a su alrededor.

Cedric gruñó de frustración, al ver cómo su oscuridad comenzaba a retroceder ante la fuerza de su magia combinada. Sin embargo, la batalla estaba lejos de terminar.

De repente, el aire cambió. El suelo se sacudió bajo sus pies, y las sombras se alzaron como columnas que rodeaban a Elisa y Nathaniel. La lucha entre la luz y la oscuridad era feroz, y las criaturas formadas por las sombras comenzaron a atacar con fiereza, pero cada golpe de luz que Nathaniel y Elisa enviaban hacia ellas las hacía retroceder un paso.

La tensión aumentaba, y las fuerzas de ambos bandos se equilibraban, aunque la batalla parecía interminable.




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