Tres Rostros. Un Destino

El Corazón y la Sombra

El eco del enfrentamiento entre Nathaniel y Cedric aún vibraba en las entrañas de Ravencourt Manor, pero lejos de los pasillos rotos por la luz y el odio, en una cámara subterránea donde el aire olía a ceniza y promesas quebradas, Selene se erguía con el rostro bañado por el sudor y las lágrimas.

Frente a ella, envuelta en el fulgor sombrío de su poder, Lady Imelda Ravencourt elevaba las manos al cielo como una profetisa caída, invocando lo más profundo de la magia ancestral.

Edgar, aún pálido y aturdido, se apoyaba contra una columna agrietada. El lugar donde lo habían encerrado años atrás había cambiado poco. Las paredes estaban cubiertas de símbolos arcanos, escritos con sangre seca y tinta oscura.

Cada piedra parecía latir con energía residual de los rituales antiguos. Era el mismo sitio donde su alma fue sellada en el espejo maldito, y su cuerpo había sido sometido al martirio del olvido.

Su respiración era entrecortada. Sentía cómo cada recuerdo de su prisión volvía con un filo invisible, cortando su fuerza, su convicción. Pero el grito de Selene lo trajo de vuelta.

-¡No permitiré que lo toques otra vez! -rugió la joven, con los ojos resplandecientes de magia blanca.

En su centro, en el núcleo más íntimo de su ser, el amor por Edgar ardía como un fuego sagrado. Ya no era la hija obediente, la aprendiz sumisa. Era una mujer que amaba con fiereza, y esa emoción la hacía invencible.

Imelda, majestuosa en su decadencia, respondió con un gesto seco. De sus dedos surgieron lianas de sombra que se lanzaron como serpientes hacia Selene, silbando y chillando con hambre. Pero la joven alzó sus brazos, y de su pecho emergió una explosión de luz blanca que desintegró las primeras oleadas.

-¡Eres débil, hija mía! -vociferó Imelda, su voz vibrando en los muros. -Débil como lo fuiste cuando permitiste que este hombre mancillara nuestra sangre. ¡La magia Ravencourt no tolera la traición del corazón!

Las palabras eran cuchillos, pero Selene no se quebró. La luz en sus ojos era tan intensa que parecía que el tiempo mismo se detenía ante su decisión.

-Si el amor es traición, entonces siempre fui culpable. Y no me arrepiento.

Imelda avanzó, sus pasos firmes y flotantes, como si ya no tocara el suelo. El aire a su alrededor se volvió gélido, y de su manto negro brotaron criaturas incorpóreas -fragmentos de los antiguos familiares oscuros del clan. Almas sin forma que gritaban en susurros, tratando de devorar a su enemiga.

Selene los enfrentó uno a uno, cada conjuro salido de su alma. Su magia no era perfecta, ni tan poderosa como la de su madre, pero tenía algo que Imelda no poseía: pureza, amor, determinación verdadera. Cada hechizo era una plegaria convertida en poder. Cada movimiento, una danza entre la rabia y la esperanza.

Edgar, mientras tanto, luchaba contra sí mismo. Su cuerpo aún respondía con lentitud, pero su alma ya no estaba encadenada. Observó a Selene pelear por él, protegerlo, arriesgar su propia vida. Lágrimas ardientes resbalaron por su mejilla. Era como si todo el dolor vivido hubiera sido necesario para llegar a este instante. Para comprender que el amor, incluso en su forma más herida, era el conjuro más fuerte de todos.

Un grito agudo rasgó el aire. Selene cayó de rodillas cuando una de las sombras la alcanzó, desgarrando su costado. Imelda sonrió con crueldad.

-Ya has perdido. Esta vez, no habrá rescate. No habrá espejo. No habrá misericordia.

-¡Basta!

Fue entonces que Edgar se alzó.

Su voz resonó con un trueno de luz. Las grietas de las paredes comenzaron a brillar con una claridad azulada. El polvo del suelo se elevó como cenizas en un viento nuevo. Su magia, dormida por tanto tiempo, emergió como una estrella naciente. De sus manos brotó una ráfaga de energía blanca que envolvió a Selene, sanando su herida, restaurando su fuerza.

-Esta vez... estoy contigo, Selene. Esta vez lucharemos juntos.

Imelda retrocedió, sorprendida. La luz de Edgar era distinta. No solo por su pureza, sino por lo que representaba: la unión de un corazón que nunca dejó de amar, incluso en el encierro, incluso en la muerte aparente.

Selene se levantó. El resplandor de su magia y la de Edgar se fusionaron, y por un instante, el aire en la cámara brilló como si el sol se hubiera filtrado entre los muros oscuros.

Pero la batalla no había terminado.

Imelda, furiosa y desbordada, gritó con voz rasgada, invocando la última reliquia del linaje Ravencourt: la sombra madre, una criatura antigua, engendrada por generaciones de odio y rencor. Desde las piedras mismas del suelo surgió una figura sin forma, vasta como una montaña de humo, con ojos carmesí brillando desde la negrura.

Selene y Edgar se miraron. Sus manos se unieron.

-Listos. -dijeron al unísono.

La criatura lanza su primer ataque, y la luz de ambos se alza como un escudo... justo antes del impacto.




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