Tres Rostros. Un Destino

El Resplandor Después del Abismo

El rugido de la Sombra Madre quebró la realidad misma. El aire se hendió en un alarido oscuro, y la sala tembló como si los cimientos del tiempo se derrumbaran. Pero incluso cuando el caos parecía inevitable, un resplandor brotó de entre la desesperación: la luz conjunta de Selene y Edgar.

Sus manos entrelazadas brillaban con una intensidad desconocida, más allá de los conjuros, más allá de las palabras. Era la magia blanca en su forma más pura, nacida no de la imposición de linajes ni de rituales antiguos, sino del amor auténtico, del dolor compartido y del deseo de redención. Esa luz no solo cegaba… purificaba.

La criatura ancestral chilló, las sombras que la componían estallaron en jirones de oscuridad desgarrada, como si se disolvieran al ser tocadas por el recuerdo de algo más alto, más hermoso: el amor humano.

Lady Imelda Ravencourt, cubierta aún por su manto de negrura, alzó las manos con desesperación. Su rostro ya no era el de una madre, ni siquiera el de una hechicera. Era el de una mujer vacía, desgarrada por siglos de ambición, por haber adorado el poder más que a sus propias hijas. Los ojos que antes brillaban con la fuerza de mil secretos, ahora parpadeaban con la súplica silenciosa del que ve cómo su imperio se desmorona.

—¡No! ¡No pueden destruir lo que nos hizo eternos! —gritó, su voz ya no imponente, sino frágil como vidrio a punto de romperse.

—El amor… es lo único eterno. —susurró Selene, mientras la magia blanca se alzaba en una espiral que giraba en torno a ella y a Edgar, envolviéndolos como una constelación viva.

Entonces, con un grito que se convirtió en eco, Imelda cayó de rodillas. Su sombra interior, aquella fuerza oscura que había alimentado durante años, comenzó a desgarrarla desde dentro.

Grietas de luz se abrieron en su cuerpo, y por primera vez en su vida, el rostro de Imelda mostró temor... no a la muerte, sino al perdón. A la posibilidad de no haber vivido jamás con amor verdadero.

—¡Madre...! —musitó Selene, con una lágrima cayendo por su mejilla. Imelda levantó la vista por última vez y, por un instante breve, el rostro que mostró fue el de la mujer que alguna vez había acunado a sus hijas. Pero ya era tarde.

Con un suspiro final, su cuerpo fue envuelto por la luz. La oscuridad que la rodeaba se dispersó como humo frente al amanecer. Lady Imelda Ravencourt desapareció sin gritos, sin sangre, sin venganza. Solo con el sonido de una página que se cierra en un libro olvidado.

El silencio que siguió fue profundo. Selene, temblorosa, se giró hacia Edgar, y él la tomó entre sus brazos como si al hacerlo pudiera protegerla de todo. Ambos estaban cubiertos de cenizas y luz residual, pero sus corazones latían con fuerza. Edgar la miró como si verla viva fuera un milagro que no creía merecer.

—Eres mi vida, Selene. Mi mundo. Mi alma. Y nunca más permitiré que nada ni nadie nos separe. —dijo, la voz llena de emoción y firmeza.

Selene respondió con un beso, profundo, cálido, que hablaba del reencuentro de dos almas que se habían esperado entre las grietas del tiempo. Un beso que no era casto ni desesperado: era sagrado. Ella lloraba mientras lo besaba, y cada lágrima era una flor que crecía sobre la tierra arrasada de su linaje.

—Te amo, Edgar. Desde el primer momento. Aunque me callara, aunque te fallara... nunca dejé de amarte.
—Lo sé. Y ya no importa el pasado. Estamos aquí. Juntos.

Se abrazaron con una fuerza que parecía querer fundir sus cuerpos, como si quisieran compensar cada segundo perdido.

Pero el instante de paz fue breve. Un estremecimiento sacudió el suelo. El castillo seguía latiendo con oscuridad en otros rincones, y el eco de una voz susurró entre las piedras:

—Vianne…

Selene levantó la cabeza de golpe.

—¡Mi hermana!

Edgar asintió.

—Debemos encontrarla. Nathaniel y Elisa también. La batalla aún no ha terminado.

Guiados por la luz que aún palpitaba en sus cuerpos, ambos se alzaron. Salieron de la cámara del enfrentamiento, dejando atrás las ruinas de la oscuridad destruida, y subieron las escaleras como si el destino los arrastrara.

El castillo, pese a su arquitectura majestuosa, parecía al borde del colapso. Las paredes susurraban oraciones rotas, las ventanas dejaban pasar vientos helados que traían gritos de antiguos rituales, y las columnas talladas con símbolos milenarios crujían como huesos viejos. Pero nada los detenía.

Cada paso que daban era un reencuentro con la esperanza. Selene sentía su magia fortalecerse, como si Edgar fuese un ancla que sostenía su luz. Y él, por primera vez en años, no sentía miedo ni desesperación. Sentía hogar.

Cuando llegaron al primer nivel, un portal de sombra bloqueaba su camino. Selene, sin dudarlo, alzó su mano. La luz de su palma envolvió la oscuridad como agua bendita, y el velo sombrío se disolvió ante ella.

Al otro lado, vieron las primeras señales del ala oriental, donde Vianne había sido llevada. El aire era más frío allí, más denso. El cielo, visible a través de una gran vidriera rota, mostraba nubes grises que parecían desgarrarse por dentro. Edgar se detuvo un instante, y tomó el rostro de Selene entre sus manos.

—Lo lograremos. Lo prometo. Esta vez, no llegaremos tarde.

Y Selene, con los ojos llenos de lágrimas de amor y fuego, asintió.

—Las tres juntas, por fin. Por nosotras. Por la luz.

Tomados de la mano, corrieron hacia el próximo enfrentamiento, no con miedo, sino con la certeza de que el amor, cuando es verdadero, siempre encuentra el camino.




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