Tres Rostros. Un Destino

Llagas en la Corteza del Alma

El bosque de sombras que se había erigido en lo más profundo de Ravencourt Manor parecía latir con vida propia. Su aliento era ceniza, su sangre raíces negras que se deslizaban como serpientes a través del suelo. En el centro de ese abismo de penumbra, se alzaban dos árboles antiguos, antinaturales, retorcidos como si hubieran sido tallados por los dedos de la desesperación.

De sus troncos oscuros colgaban Edgar y Nathaniel. Atados por lianas hechas de una oscuridad viva, húmeda, casi palpitante, sus cuerpos colgaban inertes, sometidos. Pero no estaban muertos. La oscuridad los quería conscientes, suspendidos en un limbo entre el dolor y el olvido, como estandartes de derrota para sus amadas.

Edgar, con la frente apoyada contra la corteza negra, no podía evitar revivir el pasado. El encierro en el espejo, los años sin tiempo ni sentido, donde su alma había sido un murmullo atrapado detrás del vidrio. Y ahora, otra prisión.

-Otra vez... otra vez... -susurraba su mente, invadida por las memorias como cuchillas oxidadas. Su respiración era entrecortada. Su pecho dolía. Pero esta vez no era igual.

Había algo distinto. Una vibración leve, una caricia intangible sobre su piel quemada por la magia oscura. Selene. Su amor, su esencia, su luz... lo envolvía. No era una barrera visible, sino una presencia. Como una manta de aurora en plena noche. La oscuridad intentaba entrar, seducirlo, prometerle liberación a cambio de rendición. Pero cada vez que el veneno del odio tocaba su alma, una imagen se interponía: Los ojos de Selene.

Llenos de amor, de dolor, de promesa. Esa sola imagen bastaba para mantener la sombra a raya. A su lado, Nathaniel también se aferraba a la luz que lo sostenía. La mente del joven titilaba en el borde de la inconsciencia, pero cada vez que se sentía caer, un susurro lo rescataba. Era como una melodía cálida que atravesaba la niebla: la voz de Elisa, pronunciando su nombre con la misma devoción con la que un antiguo poeta susurra plegarias a las estrellas.

La oscuridad podía tener sus cuerpos. Pero sus almas estaban protegidas. Selladas por un amor que no podía quebrarse. Y en el corazón de ese bosque, la batalla seguía. Selene y Elisa enfrentaban a su hermana, pero ya no era Vianne quien las miraba. Era la oscuridad misma, vestida con su rostro. Una marioneta coronada de rencor. Una criatura de sombra que caminaba con la gracia de una reina, pero con la mirada de una bestia.

-¡¿Por qué no desaparecen?! -gritó Vianne, su voz múltiple, rugosa, como si cientos de lenguas hablaran a la vez- ¡¿Por qué ese maldito amor siempre vuelve a salvarlos?!

Extendió sus manos hacia el cielo de niebla, y una lluvia de cuchillas negras descendió sobre el claro del bosque. Selene alzó sus brazos, y un domo de luz blanca surgió de su cuerpo, cubriéndola a ella y a Elisa. Las cuchillas se estrellaban contra la cúpula como granizo infernal, dejando marcas que chispeaban, pero no penetraban.

-¡No eres tú, Vianne! -gritó Elisa, con lágrimas brillando como cristales en sus mejillas- ¡Esto no es lo que somos! ¡Esto no es lo que tú eres!

-¡Cállate! -la voz de Vianne se quebró, pero no por debilidad: por furia contenida. -¡Ustedes siempre fueron las preferidas! La que tenía la dulzura. La que tenía la pasión. Y yo... yo era la prudente. La sombra que observaba mientras el amor las abrazaba y a mí me dejaba helada.

Las palabras eran flechas de fuego negro. Selene tembló. Elisa cerró los ojos un segundo.

-Nosotras te amamos, Vianne. -dijo Elisa, su voz ya no era un grito, era un susurro de misericordia. -Nunca te apartamos. Nunca dejamos de pensar en ti. Solo... no supimos ver tu dolor a tiempo. Pero estamos aquí. Aún estamos aquí.

La oscuridad chilló. Como si las palabras fueran cuchillos clavándose en su carne ilusoria.
Vianne rugió. Su cuerpo se disolvió momentáneamente en humo negro y reapareció frente a sus hermanas, los ojos convertidos en espejos vacíos.

De su pecho brotaron raíces negras que se lanzaron como látigos hacia Selene y Elisa.
Ambas alzaron sus manos. El poder blanco surgió como agua rompiendo una presa.

El choque de ambas fuerzas el rencor de una y el amor de las otras generó un estallido de luz y sombra que sacudió todo el bosque. Las ramas crujieron. Las hojas se tornaron escarcha. Y las lianas que sujetaban a Edgar y Nathaniel comenzaron a estremecerse.

La oscuridad, viendo peligrar su control, endureció su agarre sobre Vianne. Dentro de ella, la verdadera Vianne esa joven de corazón noble y sonrisa apagada se encogía, atrapada tras un cristal oscuro. Golpeaba el muro invisible, con las lágrimas corriendo por sus mejillas.

-No... no les hagas daño... por favor... basta... basta...

Pero no podía hablar. No podía moverse. Era una espectadora del horror con su propio rostro. Y afuera, su cuerpo maldito se alzaba como un verdugo.

-¡No merecen vivir! -gritó, lanzando un nuevo hechizo, uno que azotó el suelo con tanta fuerza que abrió grietas ardientes. -¡Yo los encadenaré para siempre, como me encadenaron a mí!

Las raíces se alzaron más gruesas, más vivas. Y antes de que pudieran detenerlo, las lianas atraparon nuevamente a los Ashmere, reforzando su prisión.

Selene corrió hacia Edgar, gritando su nombre. Elisa hizo lo mismo con Nathaniel, ambas con los rostros desfigurados por el terror. Pero la oscuridad ya había cerrado el paso. Una barrera negra, como obsidiana líquida, las mantuvo separadas.

La carcajada de Vianne ahora enteramente tomada por la entidad volvió a rugir entre los muros del castillo, rebotando como un eco fúnebre.

-Ahora... verán lo que se siente amar... y perder.

El alma de Vianne se diluye cada vez más. Y solo queda una pregunta suspendida en el aire:

¿Puede el amor resistir la oscuridad más profunda cuando nace del corazón que una vez fue su hogar?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.