Cualquiera que viviese en Port Searose sabía quién era Kevan MacKenna. Su personalidad arrolladora había hecho que aquel joven pelirrojo de apenas diecisiete años se hubiese ganado un hueco en el corazón de todos aquellos que le conocían. Capitán del equipo de fútbol, alumno ejemplar tanto en comportamiento como en sus calificaciones académicas y un expediente libre de cualquier falta serían las palabras exactas de unos encantados profesores.
Era considerado como el chico más prometedor de su generación. Kevan MacKenna era mi hermano mayor por diez minutos de diferencia.
Ahora solo era recuerdos y restos bajo tierra.
Intentar dormir resultaba tan complicado como despertarse. Aún era incapaz de asimilar lo que había sucedido aquella noche de Halloween. No importaba cuántos días pasasen volando a través del calendario, continuaba tan perdida como me había sentido en el pasillo del hospital.
Echaba en falta ruidos en la habitación contigua, discutir por quién ocupaba primero el baño o sentir el golpeteo de sus nudillos contra la pared para saber si estaba despierta. Muchas veces me despertaba convencida de que todo seguía como siempre, pero no era así. Soñar con los recuerdos de lo que había sido mi vida hasta hacía un año era algo habitual, tanto que me costaba asumir la realidad.
La muerte de Kevan no solo había supuesto su ausencia y un cambio radical para toda la familia MacKenna, sino la peor consecuencia del accidente que conmocionó a la pequeña población de Port Searose. La noche de brujas había quedado marcada por la tragedia.
Dos vidas más habían quedado arruinadas esa noche, sus vidas y las de todos aquellos que les rodeaban.
—¡Izett! ¡Vas a llegar tarde!—tronó la voz de mi madre, Maureen, desde el piso inferior.
Era extraño echar de menos la voz de mi padre durante las mañanas, aunque solo fuese un grito de despedida desde la puerta antes de irse a trabajar.
—¡Izzy! ¿Me has oído?—insistió con voz ronca. Los gritos de la noche anterior le habían pasado factura a sus cuerdas vocales. Era lo que siempre sucedía cuando mis padres discutían sobre el divorcio.
—¡Ya voy!—grité desde el marco de la puerta.
Recogí la mochila del suelo, donde llevaba apoyada desde la noche anterior; iba tan vacía que podría haberme ahorrado llevarla. Revolví el escritorio en busca de mis llaves, convencida de que la tarde anterior las había lanzado ahí. La montaña de papeles emborronados de tinta, el pequeño portátil y las zapatillas de ballet dificultaban la tarea. Nunca había sido una chica ordenada, esa virtud se la apropió mi hermano, pero mi dormitorio estaba llegando a un punto épico. Los envoltorios de chocolatinas amenazaban con sepultar la mesilla desde hacía varios días.
Cogí las llaves y salí del dormitorio. La casa era lo suficientemente pequeña como para encontrar las escaleras a dos pasos de mi puerta.
—¿Necesitáis ayuda está tarde?—pregunté mientras bajaba al piso inferior. A cada paso que daba
llegaba con más claridad el olor a café tostado.
Un destello cobrizo captó mi atención. Erin, la hermana de mi madre y propietaria de la casa, atravesaba la entrada con una taza humeante entre las manos.
—Nos vendría bien una mano extra. Hoy llega el camión con los suministros—explicó Erin. La cercanía a los cincuenta quedaba eclipsada por las miles de pecas que recorrían su rostro.
—Le pediré a Rainer que me lleve después de clase—aseguré al llegar a su altura. No me emocionaba especialmente pasar la tarde colocando mercancía en el almacén de la cafetería familiar, pero no iba a escabullirme de mis obligaciones—.Creo que hoy no tiene entrenamiento.
—No creo que tardes mucho. Por si queréis hacer planes para más tarde—dijo Erin. Mi tía siempre se mostraba alerta cuando Rainer salía en la conversación. Ella continuaba con la sospecha de que había algo más que amistad a pesar de mis continuas explicaciones.
Yo no tenía ganas de una charla sobre mi inexistente vida amorosa y las suposiciones de las dos adultas de la casa, por lo que cogí mis playeros del zapatero y me senté en la escalera para calzarme cuanto antes. Prefería esperar a Rainer en el exterior.
—No hace falta, puedo quedarme en cocina o sirviendo mesas.
Erin se encogió de hombros y reanudó su camino hacia la cocina, donde se encontraba mi madre.
—¡Gracias, cariño!—Maureen se asomó al pasillo, sosteniendo una tostada a medio comer en la mano. Aún lucía el pijama y el moño amenazaba con deshacerse en cualquier momento—.Saluda a Rainer de mi parte.
Sus arrugas se habían intensificado por culpa de la sonrisa forzada. Intentaba aparentar vitalidad, pero los oscuros surcos bajo sus ojos no ayudaban a sus intenciones.
—Lo haré—dije por inercia. Ni siquiera mire en su dirección al hablar, concentrada en atarme los playeros.
—¡Y avísame si Rainer no te puede traer! Iré a por ti—insistió mi madre. Había aprendido a confiar en Rainer al volante, pero el resto de conductores no tenían su bendición.
—Puedo ir yo, Maureen, cuando salga de la iglesia—se ofreció Erin desde el interior—.El padre O’Brian está barajando la posibilidad de encargarnos un pequeño catering para el evento de este domingo.