Tres veces culpable

Capítulo 5: Rainer (Parte 1)

Las cenas en casa de la familia Burton solían ser rápidas, ligeras y, por lo general, silenciosas. Esa noche tan solo éramos tres miembros a la mesa y uno había llegado diez minutos tarde de la hora acordada. Mi madre, con una brillante excusa de un atasco de última hora, mostraba un delatador tono sonrosado que indicaba demasiadas copas de vino Por lo general no bebía nunca, excepto los días de quirófano. Nadie sabía que ocurría exactamente para que ese día fuese coronado como especial, pero así era. Mi madre nos había mentido. Su enfermera, Olena, había optado por traer a su jefa con la excusa que le quedaba de camino y así evitar que cogiese el coche.

—Patrick, ¿me puedes acercar el cesto de los panecillos?

Mi padre estaba absorto en leer su móvil, donde se repasaba las noticias económicas del día. Seguramente estaría inmerso en múltiples cuentas para comprobar el estado de sus cotizaciones en bolsa. Adoraba invertir, siendo ese el único riesgo que se permitía en su firme vida.

—Por supuesto, Jean.

Él sonrió a su esposa, cogiendo el pequeño cesto y acercándoselo. Miró a ambos y preguntó:

—¿Qué tal el día?

Mis padres habían ideado un juego para intentar alimentar nuestras propias ambiciones. Todas las noches, tras esa pregunta, todos los miembros de la familia expondríamos solamente los logros de ese día. Nada de derrotas ni quejas, solo lo bueno. Yo siempre había pensado era una gilipollez.

—Bien, he realizado con éxito cuatro operaciones complicadas, pero estoy contenta con los resultados—simplificó Jean. Siempre utilizaba un tono neutro para esas ocasiones, evitando regodearse de lo buena que era su trabajo.

—¿Rainer?

Miré a mi padre, sosteniendo la mirada con firmeza y esbozando una mueca de escepticismo.

—¿Ni siquiera te has molestado en escuchar los mensajes que te deje en la oficina?

—¡Rainer! No hables así a tu padre —se escandalizó Jean dejando caer los cubiertos sobre el plato—.Ya sabes que su trabajo...

—No, vuestros trabajados—corregí. No iba a permitir que ella se librase de toda culpa—. Esto va por ambos.

Mi padre suspiró con cansancio. Ya habíamos mantenido esta conversación innumerables veces y nunca había un claro vencedor. Apartó su plato para entrelazar las manos sobre la mesa, analizándome tras compartir una mirada con su esposa.

—Los escuché de camino a casa, Rainer—aseguró—. Cuando he podido. Aunque no encontré motivo de hablar de ello, hijo. Tu hermana está bien, mejor que ayer.

Ya estaba. Esa era toda la argumentación que estaba dispuesto a dar y la chispa suficiente para hacerme estallar. Me levanté de golpe, tan rápido que la silla volcó a mi espalda, y grité:

—¿Alguna vez os molestáis en oíros decir alguna tontería más que vuestros malditos logros profesionales? ¡Vuestra hija estaba enferma! Tiene ocho malditos años y parece que no os importa.

—¡Rainer!—amenazó mi madre. Su labio comenzaba a temblar con violencia, presa de los nervios.

—Jean, déjale que se desahogue—imploró mi padre con tranquilidad, como si no hubiese alzado la voz para decir las verdades que siempre ignorábamos en nuestra casa—. El doctor Phillips dice que es bueno que exteriorice...

—¡No me vengáis con las mierdas de ese doctor!—bufé llevándome las manos a la cabeza. Otro de sus argumentos típicos.

—¡Me da igual lo que diga! ¡Está fuera de sí, Patrick!

Él negó con la cabeza, alzando ambas manos para pedir calma a mi madre con aquel gesto. El doctor Phillips era un reputado terapeuta de nuestra antigua ciudad. Estaba especializado en tratar casos de adolescentes que sufrían depresiones, ansiedad o control de la ira, pero no por eso lo habían elegido para mí. También era el mejor amigo de mi padre y todo lo que decía se convertía en un mandamiento inquebrantable.

—Esto no es sobre mí, ni sobre mis malditos problemas—insistí desesperado. Una vez sacado el tema de Phillips sería incapaz de lograr que me escucharán—. Rachel es solo una niña y necesita a sus padres.

—¿Y nosotros que somos, Rainer? ¿Los vecinos de enfrente?

—Jean—avisó de nuevo mi padre—. Continúa hijo, por favor.

Miré primero a la mujer que me había dado la vida, encontrándome con unos saltones ojos azules de mirada apagada. Ni siquiera era capaz de expresar la furia al ser criticada su desgraciada labor maternal. Pasé la vista hasta mi padre y dejé caer los hombros en señal de derrota. El carácter de mi padre se había formado bajo las órdenes de un importante general del ejército, de ahí que todo en su vida fuese planificación y trabajo duro. Creía en las órdenes, en que todo podía ser controlado y mejorado gracias a la disciplina, pero a la vez intentaba aplicar conmigo los métodos que le susurraba el doctor Phillips cada charla semanal a través de videollamada. Me sentía impotente frente a ellos, consciente de que dijese lo que dijese no cambiaría nada. Podría decirles que eran una mierda como padres, que todos los errores que veían en mí eran sus propios defectos e incluso podría decirles que les odiaba, aunque de poco me serviría. Mis palabras serían olvidadas esa misma noche.

—Sois las personas que nos distéis la vida, pero no os otorguéis el mérito de habernos dado un hogar—respondí finalmente—.Buenas noches.

Comencé a rodear la larga mesa del comedor a pesar de las quejas farfulladas por mi madre, consciente de que mi padre tan solo había respondido a mis dos últimas palabras y que su única labor en esos momentos era pedirle silencio a la achispada de su esposa.

Recorrí nuestra casa en silencio. Mis pasos quedaron ahogados en el deslumbrante recibidor de mármol, cuyas baldosas brillaban con esmero y reflejaban la luz lunar que entraba a través de la vidriera del techo. Todo en nuestra casa representaba el éxito profesional de mis padres a través del lujo y prestigio de materiales preciosos, muebles importados de Europa o piezas de arte dignas de museo. Tenían dinero, éxito en la vida, y les encantaba poder demostrarlo a todo visitante. Habían comprado la granja más grande de la zona para poder restaurarla y convertirla en una mansión de las afueras, una de esas que tanto codiciaban los habitantes nativos del pueblo, pero yo solo veía una cárcel. En nuestra anterior casa en California había sido igual. Desde que me despertaba podía ver el lujo a cada esquina acompañado de las vistas del mar, pero todo estaba hueco. Ellos rara vez estaban en casa o mostraban preocupación por nosotros, tan solo querían saber nuestros éxitos para saber si sus hijos eran tan brillantes como ellos mismos.




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