Tres y un cuarto

Capítulo 1

Imaginen que encuentran a los tres muchachos más atractivos del planeta Tierra y los intoxican con galletas. Bueno, así fue como sucedió mi primer día de clases en Rose Valley High School. Sin embargo, para poder llegar a eso debo explicarles el contexto.

     Me desperté temprano ese día, no tan temprano como me hubiese gustado pero sí lo suficientemente temprano como para darme una ducha y desayunar. Por supuesto, mi cabello sufrió las consecuencias de no haberlo secado antes de salir de casa y se llenó de frizz como si alguien hubiese pasado un globo en repetidas ocasiones por él para generar estática.

     —Genesis —habló mi nana con el vapor del café nublando los cristales de sus gruesas gafas—. ¿Llevas todo lo necesario para comenzar los estudios?

     Estaba comiendo una tostada con mermelada de frutilla por lo que mis siguientes palabras salieron un poco ahogadas:

     —Sí, nana. Es un colegio como cualquier otro.

     —¿Tienes dinero?

     La observé con las cejas hacia arriba intentando hacerle saber en silencio el error en sus palabras.

     —Oh, claro que tienes dinero. —Rió sin diversión—. Lo lamento, a veces olvido lo que sucedió.

     No la culpaba, yo también intentaba fingir que mis padres no descansaban en dos urnas metálicas sobre la chimenea apagada de la sala de estar. Pero sí lo hacían y de pronto mi cuenta bancaria se había llenado con unos cuantos pares de ceros tras un cinco, me había mudado de mi ciudad natal y estaba comiendo una tostada demasiado quemada para mi gusto con un café demasiado fuerte.

     —Iré luego de clases a la concesionaria —solté antes de tragar el último sorbo de café— y de allí al mercado. ¿Está bien?

     —Puedo hacerlo yo, cielo.

     —No me molesta, nana.

     Mi abuela era joven, bastante joven en comparación a la mayoría de los abuelos, pero tras batallar con un cáncer de mamas muy fuerte había quedado demasiado débil. La energía y vitalidad había abandonado su cuerpo y solía dormirse en el medio del almuerzo por lo que no podía quedarse mucho tiempo a solas o hacer cosas normales como cocinar pues causaría un incendio. Su enfermera solía llegar poco antes de las ocho y los veinte minutos que pasaban desde que me retiraba de su casa hasta que ella me enviaba un mensaje avisándome que todo estaba en orden se sentía como una eternidad.

     —Te he preparado algo para tu primer día —recordó de pronto y dejando su taza en el borde de la mesa, casi cayendo, se puso de pie y caminó hacia la alacena—. Espero que te gusten, utilicé una receta que venía en una revista vieja.

     Del interior del mueble sacó un frasco de vidrio con tapa metálica y lo extendió en mi dirección con una sonrisa bobalicona curvando sus labios. Me había hecho galletas de chocolates con M&Ms, eran mis favoritas y saber que se había tomado el tiempo para prepararlas me derritió el corazón.

     —Gracias, nana. —Sonreí—. Las comeré en algún receso.

     —Compártelas con tus compañeros, así harás amigos.

     Quise decirle que no estaba en la salita azul de cuatro años y que a mi edad los amigos ya no se hacían compartiendo galletas, pero no quería romper su ilusión. En su lugar, asentí energéticamente con la cabeza, me colgué la mochila al hombro –no sin antes guardar el frasco en su interior— y dándole un beso en la frente salí de la cocina.

     —¡Puedes llevarte el auto de tu padre! —exclamó a mis espaldas.

     —Prefiero caminar. ¡Gracias!

     No me subiría por nada en el mundo a ese vehículo. En primer lugar, porque utilizar algo que le había pertenecido a mi progenitor me haría llorar como una niña pequeña a la que le habían negado un dulce. En segundo lugar, y esa era la razón más importante, porque ese fue el primer automóvil que mi padre reparó y, tal como él había afirmado en su momento, era un arma mortal con ruedas.

     Con paso energético, salí de la casa en la que habitaba cruzando el pequeño camino de grava rodeado de césped y flores apagadas para luego llegar a la avenida principal.

     Rose Valley no era un pueblo fantasma ni tampoco una gran zona residencial. Vivían más de cincuenta mil personas de todas las edades y era famosa por sus granjas frutales y festividades. El centro era una plaza con su propio anfiteatro de dimensiones reducidas y ocho cuadras de locales comerciales que la bordeaban. En una de esas esquinas se encontraba el instituto, un edificio de tres pisos bastante amplio de color gris cemento y algunas líneas decorativas de color amarillo para que no luciera tanto como un reformatorio y más como un lugar donde se apreciaba el aprendizaje. A fin de cuentas, era como cualquier otra escuela pública del país con sus amplios pasillos rodeados de casilleros –también amarillos—, sus canchas de deportes donde se practicaban actividades físicas y se fumaba a escondidas, y un comedor que prometía intoxicarte con sus recetas.

     No me sorprendió que al cruzar las puertas dobles las miradas de todos recayeran sobre mí, no porque fuera guapa –lo cual era, la modestia la dejé en el útero— sino porque era la chica que había perdido a sus padres en un trágico accidente y se había tenido que mudar con su abuela media loca. Aferrando las correas de mi mochila color amarillo que combinaba con los pasillos, caminé en línea recta hacia la administración para recibir mis horarios. Según mi abuela, ella había hecho arreglos para que alguien me mostrara el edificio a pesar de que le había rogado que no lo hiciera por lo que al entrar no pude evitar mirar hacia todos lados buscando a quien estaría encadenado a mí esa mañana.




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