Elegir un vehículo fue la decisión más simple que había tomado en esas dos semanas que habían transcurrido desde mi cumpleaños hasta ese día, con la muerte de mis padres en el medio. Sabía lo que necesitaba y encontrarlo fue sencillo, casi se sintió como cuando necesitaba comprar un pantalón y tan solo entraba en la tienda, señalaba uno y me lo llevaba sin probarlo porque sabía que me iría bien. Claro que el gasto fue un poco más significativo pero la sensación fue parecida.
Lo que no esperaba, claro está, fue tener que esperar una hora a que los tres muchachos que me acompañaban se sentaran frente al volante de cada auto de la concesionaria e hicieran acotaciones erróneas sobre qué automóvil me convenía. Por supuesto, les hice saber que estaban terriblemente equivocados. Podría haber heredado el gusto por la moda de mi madre, pero desde los once a los quince años había pasado las tardes en el taller de mi padre, escondiéndome de las cámaras para no aparecer en su programa. Y aunque no lo quisiera, había aprendido bastante sobre motores, circuitos eléctricos, carburadores y todo lo que se pueda imaginar. Incluso sabía pintar carrocerías.
Finalmente habíamos salido de la tienda, yo conducía un lindo y confiable Toyota con caja manual de color rojo cereza, de cinco puertas y con un estupendo motor que consumía poco combustible. Tenía ese olor agradable a nuevo y era tan silencioso que parecía estar apagado.
—Mira, sabía que tu familia tenía dinero —señaló Taylor quien se hallaba sentado tras de mí y había apoyado sus brazos en mi asiento para asomar la cabeza por el medio—, pero nunca creí que tanto. Me asombró cuando sacaste una chequera y sin pensarlo dos veces compraste un auto. Me hubiese llevado toda una vida decidir y eso que no suelo ser muy complicado.
—Fue estupendo, creí que en cualquier momento aparecía alguien del departamento de rentas para corroborar que pagaras tus impuestos —añadió Theo que se encontraba a su lado.
Simplemente me encogí de hombros.
—¿Y por qué compraste este vehículo de nena cuando podrías haber pagado un Corvette o un Camaro? Se siente casi como una estafa —continuó el muchacho de cabello negro.
—Primero, los autos no tienen género —señalé cruzando una intersección sin mirar hacia mis costados antes—. Y lo más importante, seré adinerada pero no idiota.
—¡¿Puedes mirar la carretera?! —exclamó Tyler a mi lado aferrándose a su asiento como quien temía por su vida.
He de admitir que era una pésima conductora ante los ojos de la población promedio. En mi defensa podía alegar que cuando aprendes a conducir en una ciudad como Los Ángeles debes saber pasarte semáforos en rojos, carteles de stop, meterte indebidamente entre dos autos en las autopistas y ser un poco grosera al volante. Además, desde los trece mi padre me había llevado a circuitos de carrera a probar sus automóviles y le había agarrado gusto a la velocidad.
—¿Por qué serías idiota, pequeñita?
—Compré un vehículo basado en la utilidad que le daré y evalué las distintas opciones basándome en precio—calidad. Sí, podría haber comprado un Camaro color oro si lo quisiera, pero mi abuela no podría utilizarlo cuando me vaya a la universidad —expliqué—, así como tampoco sería inteligente gastar mi herencia en un auto como ese cuando mi padre tiene una colección inmensa. Tenía —murmuré la última palabra casi entre dientes.
Crucé silbando otra intersección y el castaño a mi lado se abrazó a sí mismo. Giré los ojos al percatarme de ello, era un exagerado. Con suerte había mil vehículos en todo el pueblo y estábamos a salvo. No sufriríamos un accidente.
—¡Detente! Me bajaré aquí mismo.
Pisé el freno con brusquedad y los neumáticos chillaron contra el asfalto debido al esfuerzo. Mi cuerpo se balanceó hacia delante, pero el cinturón de seguridad me mantuvo en el lugar, lo mismo con los tres muchachos.
—¿Puedes dejar de ser exagerado, dude?
—¡¿Exagerado?! —chilló y giró su cabeza para observar a sus amigos—. Conduce como si estuviéramos escapando de una guerra y discúlpenme si no quiero morir a mis dieciocho años.
—Por mí puedes ir a pie, nos encontraremos en la tienda —añadió Taylor encogiéndose de hombros.
—Bien, conduciré con cuidado. ¿Satisfecho?
Asintió energéticamente con la cabeza y puse primera para avanzar a escasa velocidad por la calle vacía.
—Entonces… —continuó Theo como si nada hubiese sucedido—. ¿Tu padre tiene una colección de autos?
—Oh, sí. Era un comprador compulsivo. —Sonreí con nostalgia ante el recuerdo—. Eventualmente deberé venderlos porque no soy gran admiradora de los cacharros con ruedas.
—¿Y dónde está esa colección ahora, MIT?
—En casa —contesté sin más.
—¿Podemos verlos durante la cena? —intervino Tyler por primera vez en la conversación, ya no lucía pálido y atemorizado.
—No, lo lamento. —Negué con la cabeza—. En mi casa en Los Ángeles, no aquí.
—Claro, el rico siempre humillando al pobre —bromeó Taylor con voz juguetona.