Luego de mis primeros dos días de clases los estudiantes de Rose Valley High School habían dejado de mirarme como un bicho raro y me habían comenzado a ver como una persona normal que no mordía ni comía humanos por placer. Fue así como conocí a Sophie, una muchacha de mi clase de educación física que tenía la misma capacidad pulmonar que yo: nula.
—¿Tu nombre es Genesis? —Se acercó trotando hacia mí, su rostro estaba perlado de sudor y sus mejillas sonrojadas.
—Sí. —Intenté sonreír; sin embargo, debido al calor de la mañana y al trote que nos estaban obligando a mantener pareció más una mueca—. No conozco tu nombre, perdón.
—Sophie Adams, mucho gusto. Nuestras madres eran amigas.
Asentí con la cabeza porque era lo único que podía hacer ya que no me sonaba su nombre y no quería ser grosera.
—Me habría presentado antes, pero este es mi primer día de clases, acabo de volver de unas vacaciones fatídicas en casa de mis abuelos.
Hasta ese momento no había notado su bronceado porque en California todos lucíamos un poco bronceados, pero ella tenía la nariz pequeñita teñida de un suave marrón rojizo al igual que sus mejillas.
—Es bueno saber que no seré la única atrasada con las tareas.
Mi comentario provocó pequeñas risas en ella que se escuchaban más como quejidos mientras mantenía el ritmo del trote.
—Sé que casi no me conoces y debes creer que soy un poco rara —habló con dificultad y llevó su mano hacia el costado de su cuerpo para hacer una mueca—, no quiero que creas que te acoso o algo similar, simplemente me gustaría invitarte a tomar una malteada o algo después de clases.
—Claro, debo hacer unas compras, pero luego estoy libre.
—Estupendo, ¿te parece bien a las cinco en Violeta?
Asentí porque ya no podía hablar y porque no tenía idea donde quedaba ese lugar, aunque confiaba en Google Maps. Tampoco era un pueblo tan grande por lo que no creía que fuera posible perderse.
—¡Pequeñita! —chilló una voz a mi lado y no tuve que voltear para saber quién estaba hablando—. Creí que eras buena corriendo.
—Yo nunca dije eso —me quejé casi sin energías—. Dije que hacía un poco de running, nunca especifiqué cuanto era “un poco”.
Eso lo hizo reír y poco después se alejó por la pista de atletismo con una velocidad sorprendente. Taylor y Tyler nos pasaron también y me dedicaron una sonrisa divertida que casi me hizo avergonzarme. Casi porque la vergüenza la había perdido con las galletas asesinas.
—¿Los conoces?
—Sí, creí que todos se conocían aquí. —Dejé de correr cuando el entrenador sonó el silbato y nunca me había sentido más feliz en la vida—. ¿Tú no los conoces?
—Sí, eso no significa que todos seamos amigos o algo así. Somos pocos, pero no tan amistosos.
Dudaba mucho de eso, de todas maneras, no se lo hice saber. Si hubiese empezado en una nueva escuela en la ciudad los populares me habrían ignorado y probablemente nadie me hubiese hablado por meses, en cambio, en Rose Valley todos parecían agradables y un poquitín chismosos.
—¿Quieres que te los presente?
Acomodé mi cola de caballo que se había desarmado con la carrera y giré para observarla. Estando quietas puede estudiarla bien y encontré a una muchacha de escasa estatura y con un rostro aniñado pero muy lindo. Tenía unos amplios ojos color café y el cabello castaño rojizo con muchos bucles que lucían naturales. Su nariz era redonda en la punta y sus mejillas regordetas.
—Oh, no, no. —Negó con la cabeza y sus mejillas se sonrojaron aún más a pesar de que parecía imposible entre el bronceado y el sudor—. Ellos son la cúspide de la sociedad y yo estoy muy pero muy por abajo.
Chasqueé la lengua con exageración para que notara lo absurdo que eso se escuchaba.
—Son agradables, no muerden.
—Gracias, pero no —sentenció y no me atreví a replicar.
—Tú te lo pierdes.
Por la mirada que me dio entendí que estaba consciente de que se perdía una muy buena oportunidad; sin embargo, no pensaba presionarla. No la conocía y tampoco conocía bien al trío de oro.
—Nos vemos luego entonces. A las cinco en Violeta.
Saludé con la mano y apresurando el paso me dirigí hacia los vestidores para darme una ducha antes de ir al comedor a almorzar. Había seguido el consejo de Taylor y había llevado mi propia comida que no era más que unos sándwiches de atún con mayonesa.
Por la tarde me aseguré de ir a la única tienda de artículos para el hogar del pueblo y compré un amplio sillón de dos metros de un feo color amarillo –era el único que tenían en stock—, una mesita ratona, un televisor con su propio mueble, una de esas mini heladeras realmente tiernas y una máquina de palomitas de maíz que lucía como la de los cines pero mucho más pequeña. El dueño de la tienda aseguró que enviaría todo a casa esa misma tarde y que lo instalaría por mí, imaginé que nadie compraba mucho por allí y era una forma de agradecerme. La verdad no me quejé y con una sonrisa me retiré del local.