Imaginen un viaje en carretera de una hora y media, o noventa minutos como prefieran contabilizar el tiempo, repleto de preguntas incómodas y anécdotas de un muchacho de ojos verdes y cabello oscuro que se encuentra terriblemente abochornado a tu lado con las mejillas tan rojas que temes por su salud. Así fue el viaje por la carretera que separaba Rose Valley de San Francisco.
Vivian era una mujer amante de las conversaciones y lo comprendí de una manera bastante chistosa. En lo que duró el recorrido aprendí el nombre de las mascotas de Taylor –dos tortugas y un perro, las tortugas fallecieron por culpa del canino y éste de viejo—, el color de la lonchera que llevaba a todos lados cuando era un niño –azul— , el nombre que le había colocado a su primera guitarra –Olivia—, la primera canción que aprendió a tocar en la guitarra –Perfect de Simple Plan—, el nombre de su profesora de canto –Penélope— y sus primeras palabras que no habían sido mamá o papá sino Tito, el nombre de una de las tortugas caídas. Había sido como una clase intensiva sobre la vida de Tay quien se había ido encogiendo en el asiento a mi lado con el pasar de los minutos como si de esa manera pudiera lograr desaparecer o hacer callar a su madre.
—Lo lamento tanto, MIT. Debes pensar que esta será la peor cita del mundo —se lamentó luego de que su madre nos dejara en donde él le había indicado—. Prometo compensártelo por el resto del año.
—Queda poco menos de un mes para que termine el año, ¿tan poco avergonzado estás?
Se llevó una de sus manos hasta su cabello y rió como si por primera vez desde que había pasado por mí se sintiera tranquilo.
—Podemos extenderlo al próximo año también si eso deseas.
Asentí con la cabeza de manera energética y mis mechones rubios se sacudieron de arriba abajo provocando que volviera a reír. Tenía una risa hermosa, era armoniosa y contagiosa a la vez. Si tenía suerte, lo cual no sucedía muy a menudo, podía escuchar como hacía el sonido de un chanchito con la nariz mientras se carcajeaba.
—Supongo que eso es una aceptación tácita para una segunda cita —aventuró.
—Primero terminemos esta, todavía pueden suceder muchas desgracias.
Estiró su mano en mi dirección y con gusto entrelacé mis dedos con los suyos. Con una sonrisa tirando hacia arriba las comisuras de sus labios e iluminándole el rostro a la vez comenzó a caminar hacia un destino que para mí era incierto, pero para él no lo era. Lo seguí con gusto, con una expresión tonta en el rostro.
—¿Has estado antes en San Francisco? —preguntó.
—No, a menos que consideres el aeropuerto.
—Te gustará entonces lo que tengo para mostrarte.
—Edúcame entonces, Taylor.
—Eso sonó muy indecente, ¿sabes? —bromeó.
—Quizás ese era el objetivo —mentí para luego encogerme de hombros.
—Oh, MIT. Tú quieres matarme.
Detuve su andar y deposité un beso sonoro en su mejilla. Relamió sus labios y acto seguido clavó sus dientes en el inferior mientras sus ojos claros permanecían fijos en mí.
—Eres muy lindo para morir joven, Tay. Las generaciones venideras me odiarán si acabo contigo.
—Quizás quede en un recuerdo inmortal como Kurt Cobain.
—Para eso debes morir a los veintisiete.
Caminamos entre grupos de personas de todas las edades, subiendo y bajando colinas y con las manos tomadas cual pareja. Su tacto era cálido y suave, pero, a la misma vez, podía sentir las lastimaduras que las cuerdas de la guitarra le habían dejado en la piel. Con el correr de los minutos olvidó su vergüenza inicial y la conversación se volvió animada y despreocupada.
—¿Qué harás en Navidad?
—Iré a Los Ángeles, esperaré mis regalos bajo un árbol de plástico en casa de mi mejor amiga. Espero que Santa me encuentre. —Sonreí—. ¿Tú?
—Mis abuelos y tíos vendrán de visita, pasaremos el día en la granja y escucharé muchas historias repetidas de la juventud de mi familia. —Suspiró exageradamente como si no pudiera esperar para esos sucesos—. ¿Cuándo te irás? ¿Estarás para el festival?
—Sí, me iré la mañana siguiente. Estaré en primera fila gritando tu nombre mientras Poison toca sus mejores canciones. He estado practicando mi llanto de fanática y todo.
Me dio un leve empujón con el cuerpo y luego rodeó mi cintura con su brazo, dejando ir mi mano, pero atrayéndome más a él. Me sentí sonrojar y la sonrisa entretenida que esbozó me lo confirmó.
—¿Todavía te pone nerviosa mi cercanía, MIT?
—¿Una chica no puede sonrojarse en San Francisco solo porque sí?
—Tú no eres cualquier chica.
Me guiño el ojo y el calor aumentó más. Por Odín, ¿por qué me afectaba tanto? Me sentía como una novata en el coqueteo y de cierta manera lo era. Nunca había tenido novio, tan solo citas casuales con muchachos con los cuales nunca había llegado a nada porque no éramos compatibles. Taylor de alguna manera era el primero.