Me detuve a una calle de distancia de casa para llorar las lágrimas que me restaban, calmar mi alocada respiración y fingir mi mejor expresión de tranquilidad para no levantar sospechas. Me estaba volviendo una experta en fingir, en simular emociones que no experimentaba y en mantener la cabeza alta cuando en verdad quería esconderme tras las piernas de mi madre como cuando era pequeña y sentía vergüenza. No me gustaba fingir, no me agradaba usar máscaras, pero era lo que me había tocado hacer.
Al llegar a casa no quedaban rastros de unos acalorados minutos de llanto ni de un corazón roto. Era una chica normal que había salido a caminar antes de la cena de Nochevieja para respirar aire fresco.
—¡Genesis! Comenzaba a preocuparme —señaló mi abuela desde la cocina.
—Lo lamento, nana. Perdí la noción del tiempo. —Esa no era del todo una mentira.
Me acerqué a ella y deposité un beso sobre su suave mejilla. Se encontraba vistiendo un delantal oscuro mientras revolvía con energía una olla con lo que parecía salsa de queso. Se la veía más feliz que nunca, más vivaz y me recordaba a la mujer que había conocido y admirado a mis ocho años cuando escuché por primera vez sobre su complicada vida. El médico la había declarado oficialmente libre de cáncer la mañana anterior, el 30 de diciembre, y le había sacado las medicaciones que tanto sueño le provocaban. Seguía luciendo débil pero sus ojos brillaban y eso era algo que no se podía pasar por alto.
—¡G! ¿Por qué estás tan abrigada? Hacen como quince grados afuera.
Rodé los ojos.
—¿Tan abrigada? Si no tengo chaqueta, solo un gorrito y guantes.
—Bueno, tu nariz se ve roja. —Observó mi nariz con atención desde el otro lado de la isla y por un segundo temí que notara también que mis ojos estaban ligeramente hinchados—. Debe estar más frío de lo que parece.
—Sí, corre un viento horrible —mentí.
Me desabrigué, quitándome los guantes y el gorro de lana que mantenía mi cabello en su lugar. Sentí la estática mientras lo retiraba de mi cabeza, aunque no le di mayor importancia, estaba despeinada el noventa y cinco por ciento de mi vida, esa noche no sería la excepción. Tomé asiento en uno de los taburetes de la isla y robé un trozo de zanahoria que Tyler estaba fileteando con precisión.
No sabía que iban a cocinar. La salsa desprendía un aroma increíble, lo que debía ser obra del muchacho y no de mi abuela que tenía muy mala fama en la cocina tras las galletas asesinas. Imaginé que sería una versión gourmet y con verduras de los clásicos macarrones con queso.
—Pude cortarte la mano —me regañó, mostrándome el gran y afilado cuchillo que llevaba en la mano—. No vuelvas a hacer eso.
Me encogí de hombros y esbocé una sonrisa que me hizo doler el pecho.
—Una festividad sin un poco de sangre no es divertida, ¿no?
Mi abuela chasqueó la lengua y Tyler se echó a reír.
—¿Planeas ayudar con la comida o te quedarás allí viéndome hacer todo?
—Eres todo un espectáculo, Ty. Creo que aprovecharé la oportunidad y te observaré el resto de la noche antes de que te pongas gruñón porque te da sueño.
—Bien, reformularé mi pregunta para hacerla una orden: mueve tu lindo trasero californiano y pon la pasta en el agua.
Esa vez sí reí en serio, su comentario, acompañado de una sonrisa infantil, me había ablandado.
Cenamos frente a la televisión mirando la transmisión en vivo desde el Times Square del Ball Drop, había tres horas de diferencia entre California y la costa este por lo que mientras nosotros comíamos unos deliciosos macarrones con queso, ellos festejaban el inicio del año con un montón de famosos y gente besándose frente a la atracción. Era la primera vez que veía el año nuevo de Nueva York en vivo ya que antes de la tragedia siempre asistía con mis padres a una gala de blanco en la mansión de una amiga de mi madre. Pero estar allí, sentada con el trasero en la alfombra y con mi abuela y Tyler junto a mí, no parecía un mal plan.
—Estos están muy buenos —admití con la boca llena y un hilillo de queso en la barbilla—. Te obligaré a hacerlos cada fin de semana.
—Dejarán de saber igual luego de unas semanas, G. Para que algo sea especial, debe ser efímero.
—Imposible, seguirán igual de deliciosos. Y cuando te vayas a Nueva York te iré a visitar solo para comer estos deliciosos macarrones. Es una promesa.
Se carcajeó un poco y se llevó una abundante cantidad de fideos a la boca.
—Y yo creyendo que mi irías a visitar porque soy tu amigo.
—Bueno, eso también. —Reí.
Quizás era el vino espumante que mi abuela nos había dejado beber o la festividad en sí, pero por unas horas se me olvidó lo que había sucedido con Taylor y como eso me había afectado.
—Theo me acaba de mensajear —informó Ty con la vista fija en el móvil—. Dice que vendrá luego de las doce.