Catorce de febrero. San Valentín. Día de los enamorados. Días de los enamorados y amigos –este último para las pobres almas solitarias como yo—. Día comercial o no, el instituto se había llenado de corazones, flores y chocolates y mi estómago de unas inmensas ganas de vomitar.
Sí, me gustaba la idea del amor, pero no cuando mi corazón acababa de ser reparado con cinta adhesiva y películas donde las protagonistas siempre se quedaban con el amor de sus vidas. Sin embargo, guardé mis comentarios para mí misma pues Sophie lucía como en el paraíso y Theo le había enviado tantas flores y chocolates durante las clases que parecía Anne de Green Gables en su primer día en la escuela de Avonlea.
—Me encanta este día —confesó mi amiga con un suspiro soñador.
—Odio este día —admití finalmente para luego darle un gran mordisco furioso a mi sándwich de pollo—. Es una mierda.
Rió con ganas y sorbió de su refresco.
—Pero si recibiste flores y chocolates —exclamó—. Eres una chica popular, deberías amar este día.
—Claro, mientras Taylor me ignora y Tyler me odia. Además, las flores y chocolates no significan nada, la mayoría son de Theo que me las envió para no hacerme sentir mal.
—¿Y las otras de quiénes son? ¿Algún admirador secreto?
Observé las tarjetitas que las rosas tenían adheridas con un hilo rojo.
—Clive, Zoey, Patrick y sí, una es de un desconocido que firmó con un corazón. Acosadoor.
—¿Quiénes son los primeros tres?
Me encogí de hombros.
—Clive y Patrick creo que son los muchachos con los que me senté en el juego, son juniors. Y Zoey me parece que es la chica de la clase educación física que siempre me mira el trasero cuando me estoy duchando.
Soltó una fuerte carcajada y me encontré riendo con ella. Mi vida amorosa apestaba y era bastante gracioso en perspectiva. Había metido la pata hasta el fondo, pero ya no me importaba, me había prometido no llorar ni lamerme las heridas y pensaba cumplir con mis palabras.
—¡Pequeñita! —exclamó Theo con urgencia tras llegar corriendo a nuestra mesa.
Lo observé con el ceño fruncido y la boca llena sin comprender qué le sucedía y por qué lucía tan agitado.
—¿Qué? —conseguí articular.
—Tu abuelita, acaban de llamar a mi madre a administración y tienes que ir rápido a tu casa. No me dijeron que sucedía, pero se oyó urgente.
Abrí los ojos con sorpresa y poco me faltó para escupir la comida, en su lugar la tragué con fuerza. Me puse de pie con rapidez y con movimientos torpes tomé mi mochila por las correas. Salir de la mesa me llevó unos segundos porque a un diseñador medio flojo se le había ocurrido unir los bancos con la mesa, por lo que casi caí de trasero al enredarme; no obstante, tras tambalearme un poco, conseguí estabilizarme y salí corriendo como alma que se llevaba el diablo dejando las rosas atrás y llamando la atención.
Mis pasos resonaron por el pasillo desierto y crucé las puertas de entrada con furia, golpeándolas con las palmas abiertas para correrlas de mi camino. Observé hacia todos lados intentando recordar dónde había dejado mi vehículo y al localizarlo, me apresuré a alcanzarlo. Coloqué la mochila sobre el techo y rebusqué en su interior por las llaves del Toyota.
«¿Dónde demonios las había metido?»
—¿Buscas esto, MIT?
Elevé la mirada y me encontré con un par de ojos verdes que conocía a la perfección y que me observaban con diversión. Taylor portaba una sonrisa amplia en los labios y tenía mis llaves entre los dedos de su mano derecha.
—¿De dónde demonios las has sacado? —Me interrumpí antes de seguir con las maldiciones—. No importa, solo entrégamelas. Es una urgencia —exigí acercándome a él.
—No hay ninguna emergencia.
Ignoré el hecho de que era la primera vez en más de un mes que me dirigía la palabra por voluntad propia y al alcanzarlo estiré mi mano con la palma hacia arriba esperando que depositara las llaves allí para irme. Mi abuela me necesitaba y en ese momento no me apetecía hablar con él.
—Dámelas, Taylor. Es urgente, tengo que ir con mi abuela.
—¿Con tu abuela? —Frunció el ceño.
—Sí, Theo me avisó que hubo algún tipo de problema. Ahora dámelas.
Intenté alcanzarlas, pero las elevó sobre su cabeza. Di un salto en vano porque mis dedos no alcanzaron a rozarlas y al caer casi doblé mi tobillo. Lo observé con enojo, no me parecía para nada graciosa su actitud despreocupada cuando acababa de confesarle que mi nana estaba en apuros. Estaba jugando conmigo en una situación delicada.
—No seas idiota y dámelas.
—Tranquila, MIT. No sé qué te ha dicho Theo, pero es mentira. Le pedí que te sacara del instituto y eso hizo.
Fruncí el ceño y crucé los brazos a la altura del pecho. ¿Theo me había mentido? Ese rubio se ganaría una paliza por jugar con algo como la salud de mi nana, probablemente Sophie le haría pagar las consecuencias por mí cuando se enterara de lo que había hecho.