Mordí mi labio con nerviosismo mientras observaba la fachada de la vivienda del abogado de la familia. Me sentía ansiosa, saber que estaba a pocas horas de declarar en un estrado y que finalmente mis padres tendrían o no justicia me alborotaba mis escasos nervios. Me cosquilleaba el cuerpo y la cabeza me daba vueltas, pero era algo que debía hacer tarde o temprano.
—¿Quieres que te acompañemos, MIT? —Su mano le dio un leve apretón a la mía brindándome consuelo.
—No, estaré bien. Gracias. —Sonreí forzadamente—. Disfruten el resto de la tarde. Intenten no meterse en problemas y mucho menos estrellar el automóvil favorito de mi padre. ¿Sí?
Los cuatro asintieron energéticamente con la cabeza y solté un suspiro antes de bajar del vehículo que Tyler había insistido en conducir. Les dediqué una última mirada –de advertencia y buscando consuelo a la vez— antes de tocar el timbre.
Matthew no tardó en llegar a la puerta para abrirme y al hacerlo me dedicó una sonrisa cálida. Saludó a mis amigos con la mano y me dejó pasar al interior de su bonita casa.
En el estómago se me instaló un nudo imposible de desenredar mientras caminaba detrás de él hacia su estudio. Saludé a su agradable familia al pasar y me sentí un poco avergonzada al rechazar la oferta de su esposa para quedarme a cenar. Linda era una mujer agradable que siempre me había hecho sentir cómoda, incluso cuando mi padre solía bromear que algún día terminaría casada con su hijo. Por suerte eso nunca tendría lugar.
—¿Cómo te sientes, Genesis? —preguntó con un tono de voz más acorde a un psicólogo que a un abogado.
—Nerviosa, asustada y esperanzada. ¿Crees que todo salga bien?
—Claro, el fiscal es muy bueno en lo que hace y todo mi equipo ha estado trabajando arduamente en este caso. Tus padres tendrán justicia, no podría permitir que sea de otra manera. Sabes que les tenía, les tengo, mucho aprecio.
Le dediqué una sonrisa trémula. Si bien era el abogado de la familia, Matthew tenía una muy buena relación con mi padre al punto de ser amigos. No era sorpresa para nadie que nos encontráramos cenando, pasando las fiestas navideñas juntos e incluso mi familia había asistido a la graduación de su hijo mayor dos años atrás.
—Gracias, Matthew.
—Me he enterado que irás al MIT, ya sabes que si necesitas algo Finn estará más que dispuesto a ayudarte.
Finn Schwimit era un muchacho de veinte años con quien había tenido una relación amistosa y cordial por el vínculo afectivo entre nuestros padres, pero con quien no me sentía en confianza. Éramos distintos, él estaba muy centrado en sus estudios y en hacer felices a sus padres incluso si eso significaba no seguir sus sueños, y yo era todo lo contrario. No tenía planeado pedirle ayuda en la universidad, no quería su compasión si ésta era impuesta por su familia.
Si existe algo horrible en perder a tus padres, además del propio dolor asociado a ello y la ausencia que se experimenta, es la compasión. Tras una muerte no se necesita compasión, no se necesitan palabras de apoyo ni miradas de ojos llorosos porque el que ha quedado en este mundo –en este caso, yo— ya sabe lo que ha pasado y lo que pasará. Las palabras de aliento se las lleva el viento, los abrazos se borran y las lágrimas se secan; sin embargo, el dolor se mantiene intacto y al final del día todo lo que tienes eres tú.
—Gracias —repetí—. ¿Crees que podríamos hablar sobre la declaración?
—Claro, imagino que no querrás explicarle con lujo de detalle a un grupo de desconocidos lo que sucedió ese día y más sabiendo que los periodistas estarán ansiosos por la noticia. Además, el médico forense se encargará de brindar toda la información respecto al caso desde el punto de vista científico. Creo que deberías centrarte en la manera en que te sentiste y en cuanto deseas justicia.
—Entendido.
La siguiente hora transcurrió con un relato armado de mis palabras. Para muchos preparar un discurso podría considerarse poco honesto e incluso vil; no obstante, dado que lo que estábamos haciendo era en realidad encontrar las oraciones adecuadas para explicar lo que había sentido sin romperme en el proceso, no me pareció mal la preparación. No quería llorar frente al jurado y a los periodistas a pesar de que sabía que sería imposible porque si bien me había prometido dejar de llorar por mis padres, el dolor seguía allí arañando mi maltratado corazón con cada recuerdo y momento que no podía compartir con ellos. Era huérfana y la vida me había dado un cachetazo con fuerza, no podría ocultarlo.
Miré la hora en mi teléfono móvil por décima vez como si eso pudiera hacer que el tiempo avanzara con mayor rapidez y que el trío de oro junto a Sophie aparecieran de pronto. La hija menor de Matthew, Kendra, estaba conversando animadamente a mi lado sobre una banda coreana que le entusiasmaba mucho y yo contestaba con frases armadas para que sintiera que le estaba prestando atención.
—Mira, vienen por mí —exclamé de pronto, quizás con demasiado entusiasmo—. Ha sido un placer hablar contigo, Kendra. Espero que puedas ir a ese concierto.
La muchacha de doce años me sonrió ampliamente y tras dedicarme un abrazo rápido, se adentró a su casa. Me acerqué al vehículo y preparé mi mejor cara de pocos amigos para que supieran que no estaba contenta con su demora.