Graduación: ese día en el que finalmente has conseguido los créditos suficientes para abandonar el instituto y pasar a la vida adulta, como si recibir un diploma y vestir una toga de un feo color en un asfixiante día de verano significara que has adquirido la madurez necesaria para enfrentarte al mundo real.
Siempre me pareció gracioso que, con una esperanza de vida de ochenta años que sin duda se alargaría a los noventa cuando llegara a vieja, la sociedad exigiera que decidiéramos a los dieciocho años lo que queríamos ser por el resto de nuestras vidas. ¿Qué deseábamos ser? ¿Astronautas, veterinarios, policías o bomberos? Era una pregunta con la que mancillaban nuestras mentes desde los tiernos cuatro años como si existiera una necesidad real de decidir antes de tiempo. Y, a pesar de que estaba segura de lo que quería hacer el resto de mi vida y de cómo deseaba contribuir a la ciencia y a la humanidad, no me gustaba la presión que sentía sobre mis hombros.
¿Por qué les digo esto? Bueno, para lucir un poco más como una guerrera y menos como una niña porque fue exactamente así como me comporté ese día de junio: como una niña.
Desperté temprano como cada mañana porque mi cuerpo se había acostumbrado a madrugar. En tanto mis ojos se abrieron y enfocaron el techo de mi habitación, mis lagrimales habían comenzado a funcionar y un río de agua salada había trazado un camino infinito por mis mejillas. Había sollozado con tanta intensidad que mi compañero de casa, o sea Tyler, se había despertado de su sueño pesado y había cruzado el cuarto de baño para venir a mi rescate con la ferocidad de una tormenta.
—¿Qué sucede, G?
Sus ojos estaban abiertos de par en par y buscaban mi mirada para encontrar una explicación a mi arranque de locura. No encontró ninguna respuesta y cuando quiso abrazarme para consolarme, lo aparté de un empujón.
—¡Déjame sola! —chillé con fuerza.
—¿Estás bien?
—¡Vete!
Se puso de pie con una clara expresión de asombro en el rostro y retrocedió un paso. Pude visualizar el dolor en el color miel de sus ojos y eso me hizo llorar con más intensidad porque lo había lastimado sin siquiera intentarlo. Se llevó las manos hacia el cabello y despeinó las hebras blancas con confusión.
—¿Qué puedo hacer por ti?
—¡Irte! —grité y, sin saber el porqué, le arrojé mi almohada.
La atajó en el aire y la depositó sobre mi cama. Giró sobre su eje como si de esa forma pudiera encontrar una manera para calmarme y, tras no hallar nada que pudiera ayudarme, se retiró de la habitación. Me apresuré a correr hacia las puertas para trabarlas, no deseaba más interrupciones y quería ahogarme en la miseria el resto del día.
La razón por la que lloraba era sencilla, pero no quería admitirla. El corazón me dolía, estaba experimentando la agonía en carne propia y se sentía como si alguien estuviera clavando sus dedos en el órgano que se encargaba de bombear mi sangre para despedazarlo con fuerza. Sentía que todo me daba vueltas y que no podía respirar, sobre todo me sentía agotada.
Sentada sobre mi cama, con la espalda presionada con la pared y abrazando mis rodillas en busca de consuelo, dejé fluir todas las lágrimas que había estado conteniendo. Mi punto de quiebre finalmente había llegado, con nueve meses de atraso y dolía tanto como un parto. Entendí en ese momento, con las lágrimas surcando mi rostro y la nariz enrojecida, todo lo que había perdido.
Había sido valiente hasta ese momento, había compartimentado mis sentimientos y ocultado mis temores porque de nada me servía ser débil. Mi abuela me necesitaba y derrumbarme no había sido una opción. Sin embargo, ya no necesitaba ser fuerte porque nadie dependía de mí. Mi actuación había llegado a su fin ese día y abandonar el papel me resultaba una tortura.
Quise acostarme en posición fetal y llorar todo lo que no me había permitido llorar hasta entonces. Quise gritar hasta que mi garganta quedara al rojo vivo y romper todo lo que estuviera a mi alcance. Deseaba parar el dolor emocional incluso si para hacerlo debía trasladarlo a algo físico.
—¿Genesis? ¿Estás bien? —preguntó mi nana desde el pasillo y escuchar su voz llena de temor me hizo sollozar contra la palma de mi mano—. Déjame entrar.
—Déjenme sola. Por favor.
—Mi niña, en unas horas es tu graduación. Sophie debe estar esperándote.
La mención de la palabra con “g” me hizo soltar una nueva cascada de lágrimas que me cortó la respiración. No quería pensar en ello, no quería imaginarme con una toga de un feo color amarillo y el sombrerito que había decorado con tanta alegría una semana atrás. No quería imaginarme en el escenario recibiendo mi diploma luego de escuchar a mi perfecto novio dar el discurso final al ser el mejor promedio de su generación. No quería nada de eso, simplemente quería desaparecer.
Tapé mi rostro con mis manos, hundiéndome en las palmas como si eso me permitiera volverme invisible de un momento a otro.
Necesitaba dejar de sentir tanto. Los sentimientos habían llegado a mí con fuerza y las emociones me estaban desbordando. Realmente necesitaba detenerme, pero no encontraba la forma. Con cada respiro que daba, con cada bocanada de aire que tomaba para satisfacer a mis pulmones, una nueva imagen llegaba a mi cabeza.