Abracé con fuerza a mi abuela y deposité un beso ruidoso en su mejilla antes de marcharme. Tres pares de ojos estaban posados sobre mí siguiendo cada uno de mis movimientos y esperando a que terminara de realizar una despedida larga que no tenía realmente sentido.
—Vayan con cuidado, por favor —exclamó nana mientras me alejaba de ella.
—Siempre. —Sonreí.
Subí al vehículo, en el asiento del copiloto, y ondeé mi mano en forma de saludo mientras Taylor hacía marcha atrás el Toyota para incorporarse a la calle. Hizo sonar el claxon tres veces a modo de despedida y finalmente avanzó por la vacía avenida siguiendo a Theo y Tyler que iban en el vehículo que le habían regalado al rubio.
—¿Qué tal tomaron la noticia los chicos? —pregunté abriendo una caja de caramelos.
—Se enojaron un poco al principio, sobre todo Tyler, pero luego se rieron.
Reí por lo bajo al escucharlo y deposité unas pastillas azules sabor a mora en mi lengua.
—Oye, no te comas mis caramelos.
—Los compré yo —respondí con la boca llena—. Mi dinero, mis golosinas.
—Creí que compartíamos todo, MIT. Yo comparto mis golosinas contigo.
Rodé los ojos con diversión, pero extendí la cajita en su dirección para que recibiera caramelos también. No tardó en llevárselos a la boca y sonreír como un niño que había obtenido lo que deseaba.
—Entonces, ¿esperaste hasta tu última semana en Rose Valley para confesarle a tus mejores amigos de toda la vida que sabes conducir?
—Afirmativo.
—Eso es cruel.
—Totalmente. —Se carcajeó—. Pero debes admitir que fue una buena táctica, me ahorré casi tres años de tener que ser su chofer todos los días.
—Tu inteligencia sigue sorprendiéndome, Tay.
—Creí que habíamos llegado a un acuerdo —se quejó con la mirada fija en la carretera.
Fingí confusión, con los ojos posados en el Volkswagen azul que los padres de Theo le habían regalado para su cumpleaños dos semanas atrás. El vehículo avanzaba por la carretera sin prisa, a una velocidad correcta para el pueblo, y observé a Tyler sacar la mano por la ventanilla para mostrar su dedo medio en nuestra dirección.
—Es un idiota —murmuré con una sonrisa.
—No cambies de tema, MIT.
Volví mis ojos hacia él y recorrí con ellos su rostro. Su perfil era perfecto, literalmente perfecto. Su nariz respingada con pecas, sus pestañas largas y curvadas que envidiaba a morir, su piel inmaculada, los labios rosados y perfectamente carnosos que me resultaban adictivos, y sus ojos maravillosos. Estaba enamorada hasta el ADN y tenerlo tan de cerca hacía latir mi corazón con fuerza.
—¿Realmente me obligarás a decirte “amor”? —me lamenté formando un puchero con mis labios—. Eres una estrella de rock, dude. Compórtate como un bad boy.
—¿En serio, MIT? ¿Me has llamado “dude” y “bad boy” en treinta segundos?
—Estoy intentando convencerte.
—Yo no te obligaré a llamarme así, pero dado que tú quieres que te diga “cielo” podríamos llegar a un acuerdo.
Descansé mi cabeza contra el respaldo del asiento y me deleité observándolo. Llevaba una mano en la caja de cambios y la otra sobre el volante, sus venas se marcaban contra la piel debido al agarre. Vestía una camisa blanca de lino con manga tres cuartos y pantalones cortos de mezclilla, en su cabello estaban enredados un par de anteojos de sol. Seguía preguntándome si era legal lucir tan condenadamente bien sin siquiera intentarlo. La mejor parte era, sin dudas, que por la noche podría quitarle cada una de sus prendas de vestir y no se quejaría por ello.
—Pero que tú me llames “cielo”, como en ese día horrible de la graduación, resulta súper tierno. Que yo te llame “amor” se siente como una patada en los testículos.
—Tú no tienes testículos.
—Lo sé, vaya suerte la tuya.
Rió con ganas al escuchar mis palabras y tomó mi mano para llevársela a los labios. Depositó un beso sobre mis nudillos y luego la dejó ir para poner cuarta en la caja de cambios.
—Correcto, no habrán “cielo” y “amor” en nuestra relación. Solo MIT y Tay.
—¡No! —chillé—. Quiero mi “cielo”.
—Claro que no. Serás MIT y punto.
Bufé y crucé mis brazos como una niña pequeña teniendo una rabieta. Me dio una mirada rápida y sonrió al ver mi expresión malhumorada.
—No me mires así, no obtendrás apodos tiernos de mí.
—Me escribiste una canción, la ternura está en tus venas.
—Te escribí una discografía entera —me corrigió— y mi respuesta sigue siendo no.
—¿Y si uso mis encantos para convencerte?
—¿Tienes encantos? —bromeó y eso lo hizo receptor de un golpe leve en el hombro—. Bien, dime tus ideas.