Observé al muchacho de cabello oscuro durmiendo a mi lado con una expresión pacífica, su pecho desnudo subía y bajaba con tranquilidad al ritmo de su respiración. Sus labios estaban ligeramente separados y su cabello caía de manera rebelde sobre su rostro. Se veía apuesto y adorable a la misma vez y por un momento quise quedarme allí admirándolo en el silencio de la noche, acariciando los ángulos de su rostro con la yema de los dedos. Sin embargo, luego de unos segundos en los que me aseguré que no se despertaría por mis movimientos, me escabullí de la cama que compartíamos.
Me vestí con su sudadera para cubrir mi pijama y resguardarme del aire fresco del exterior, tomé mis zapatillas del suelo junto a la cama y de puntillas caminé hacia la salida. Recorrí con la mirada la habitación que estaba frente a la nuestra, Tyler y Theo descansaban en sus respectivas camas ajenos al resto del mundo.
En la sala me calcé y tomé aquello por lo que había ido a ese lugar. Con el corazón latiéndome con fuerza, salí de la cabaña de madera y caminé hacia la orilla del lago. La luna era casi invisible entre el manto extenso de nubes, pero sabía que estaba en lo alto acompañada de un sinfín de estrellas que habían muerto hace años y seguían iluminando las noches.
Me senté junto al agua en la arena húmeda que no alcanzaba a empaparse por las suaves corrientes y miré hacia los árboles lejanos que lucían como una mancha oscura. Tomé una bocanada de aire para nutrir mis pulmones y con las manos temblorosas, abrí los recipientes que descansaban entre mis piernas.
—Hola, mamá. Hola, papá —dije con el corazón martillándome con fuerza contra la caja torácica—. Ha pasado mucho tiempo desde que tuvimos una conversación. Lamento eso, he estado un poco ocupada.
Enterré mi mano derecha en una de las urnas, llenándola de cenizas frías que cubrieron mi piel y mancharon mis uñas. Con cuidado, arrimé la mano hacia el agua y dejé caer el polvo grisáceo como una cascada infinita hasta que mi palma quedó vacía. Repetí el procedimiento una y otra vez, con palabras escapando de mis labios y lágrimas corriendo por mis mejillas.
Con cada puñado que soltaba sentía que la noche se llenaba de energía y con cada recuerdo que verbalizaba, los labios se me curvaban en una sonrisa.
La primera vez que conté esta historia fue a mis padres esa noche nublada de principios de julio, con los grillos haciéndome compañía y la brisa moviendo mi cabello en un ritmo lento y desigual. Por supuesto, omití detalles. Mis padres no necesitaban saber de besos robados, sexo de despecho y corazones rotos. Me concentré en todo lo bueno que me había sucedido y que quería que supieran. Estaba convencida, y lo sigo estando, de que ellos escucharon lo que tenía que decir y eso me liberó de alguna manera.
No los tenía conmigo físicamente, pero, como había dicho Taylor, ellos siempre estarían para mí. No era una persona religiosa, nunca fui a una misa o aprendí el Padre Nuestro, aun así, confiaba en que mis padres descansaban en un paraíso con circuitos de carrera para mi padre y telas coloridas para mi madre.
Dejé ir el último puñado de cenizas, tiñendo el agua de gris, y una última lágrima cayó sobre mi rostro mientras susurraba un “hasta pronto” que se perdió en el viento. Me quedé allí sentada como indio, con una sudadera demasiado grande para mí y el aroma al rocío impregnando mis fosas nasales. No quería moverme, no quería arruinar esa sensación de estar en compañía.
El sol había comenzado a salir lo que indicaba que había hablado por horas y llorado sin parar. Probablemente estaba ojerosa y con el rostro hinchado; sin embargo, la sensación que invadía mi pecho podía superar todo eso.
—¿Pequeñita?
Giré la cabeza y parte de mi cuerpo para observar hacia la cabaña. Theo avanzaba hacia mí, cargando una manda bajo el brazo y abrigado con una sudadera azul que hacía juego con sus pantalones de pijama. Tenía el cabello alborotado y una clara expresión de cansancio en el rostro.
—Hola, grandote —susurré.
No había necesidad de levantar la voz, solo estábamos él y yo, y quizás el recuerdo de mis padres flotando por allí.
—¿Está todo en orden?
Finalmente llegó hasta mí y me envolvió con la manta que olía a él. Se sentó a mi lado, con las rodillas cerca del pecho y los brazos descansando sobre sus piernas.
—Todo en orden —aseguré.
—¿Cuánto tiempo has estado aquí afuera? Es peligroso.
Chasqueé la lengua.
—Lo único peligroso aquí son los cangrejos y no se ha acercado ninguno. Estoy bien.
Posó su mirada azulada en el agua y permanecimos en silencio escuchando las hojas rozarse entre sí produciendo un leve susurro. Era un sonido agradable que me ayudaba a calmar luego de horas emotivas.
—Lo hiciste —soltó de pronto con la vista fija en las urnas metálicas vacías.
—Lo hice.
—¿Y cómo te sientes?
Fruncí los labios, pensando una respuesta que se amoldara a mis sentimientos. Era extraño, me sentía bien y mal a la misma vez.
—No lo sé. Liberada pero abandonada por igual.