Fechas: Hacia 1992 y hasta 1998, cuando la fiesta se acabó.
- Apariencia: Lo creas o no, mucho chandalismo y camisetas de equipos de fútbol, pero no todo el rato. No pasa nada si te pones un traje, pero intenta que la corbata está aflojada. Las gafas de sol son un must, al igual que abrocharse todos los botones de la camisa. Y, si puedes sacar una Union Jack, la sacas.
- Hitos: Llenar estadios con pop británico, que volvió a ponerse de moda en prácticamente todo el mundo.
- Máximo exponente: Liam Gallagher o Damon Albarn, dependiendo de cuál sea tu bando.
Es como si el britpop jamás hubiese existido. Un buen día entras en tu bar de siempre, que casi nunca es el mismo, y uno de tus amigos más jóvenes, de esos que tienen la desfachatez de haber nacido alrededor de 1990, te confiesan que apenas han escuchado a Travis. Es natural —piensas—, cuando se publicó «Turn» este chico tenía ocho años. Y cuando se publicó «Flowers in the Window» tenía diez. Es cierto que llega un momento en la adolescencia en el que uno termina interesándose por los ecos de cuanto sucedía en el universo antes de que éste comenzase a girar a su alrededor, pero cuando tienes dieciséis años no te compensa escuchar a Travis. Te compensa, qué sé yo, escuchar a Pavement o a Sonic Youth. Uno debe mimetizarse con su personaje, qué diablos. No se puede ser un encantador canalla de instituto y tener cierta sensibilidad musical.
Con el britpop se ha producido, además, el efecto perverso de ser orgullosamente ignorado por quienes a mediados de los años noventa ya habían superado la edad del pavo —lo que engloba, año arriba, año abajo, a todos los nacidos antes de 1980—, que, como es natural, necesitaban referentes menos obvios de los que poder presumir. Por lo que, unido a lo anterior, no es exagerado afirmar que el britpop solo cuajó entre los nacidos entre 1981 y, más o menos, 1985. Es decir, los que a mediados de los años noventa estaban entrando en la adolescencia, saliendo de ella, o inmersos en su inestable epicentro.
«No se puede considerar el britpop como un género en sí mismo porque no existe una coincidencia de estilo», le escuché decir hace poco a alguien que, de tanto que parecía saber, parecía no saber nada. Defendía que el britpop nunca existió porque nunca existieron elementos comunes a todos sus grupos en lo que se refiere a su sonido. Porque unos provenían del shoegaze, otros de la new wave, otros del punk y otros del rock más clásico. Como si las cosas, para ser similares entre sí, tuviesen que parecerse en algo.
El britpop nació como vertiente musical de un movimiento cultural más amplio denominado britart, y lo hizo, como suele suceder en estos casos, por oposición. «Si el punk apareció para eliminar a los hippies —dijo en cierta ocasión Damon Albarn, líder de Blur—, entonces yo estoy eliminando al grunge». Aunque sus bandas no siguiesen patrones armónicos idénticos, no trabajasen sobre los mismos ritmos y las texturas de sus canciones fuesen muy dispares, el britpop, como fenómeno musical individualizado por su contexto geográfico, histórico y social, surgió de la reacción de la escena musical londinense al grunge de Nirvana, Stone Temple Pilots, Soundgarden, Alice in Chains o Pearl Jam, que desde el otro lado del Atlántico ocupaban el hueco que las bandas de la corriente Madchester comenzaban a dejar en las listas de éxitos patrias con el declive de Inspiral Carpets, Happy Mondays y, sobre todo, The Stone Roses —y ello a pesar de la supervivencia de The Charlatans UK—. El rock alternativo británico se quedaba sin buques insignia y Estados Unidos aprovechaba la oportunidad. Hasta que apareció el britpop.
Cuando el fallecimiento de Kurt Cobain dividió la década de los noventa en dos, los grupos ingleses decidieron que ellos gobernarían durante la segunda mitad. Reclamaban el trono que durante la escena independiente de mediados de los ochenta había pertenecido a The Smiths. El mismo que a finales de esa década y a principios de la siguiente habían ostentado las bandas del movimiento Madchester, con The Stone Roses a la cabeza, y que ahora había sido usurpado por Nirvana. John Harris, crítico musical de las publicaciones especializadas Melody Maker y NME y autor del libro The Last Party: Britpop, sitúa el nacimiento del género en el Londres de 1992, año en que se producen tres acontecimientos clave: se publica «Popscene», el single previo al disco Modern Life is Rubbish de Blur; Suede edita su primer single, «The Drowners»; y nace Elastica, la banda liderada por Justine Frischmann, quien había formado parte de Suede mientras era la pareja sentimental de su cantante, Brett Anderson, y que por aquel entonces estaba saliendo con Damon Albarn, cantante de Blur. En otras palabras, había llegado el turno de los tres influencers más guays y modernos de la escena alternativa de la capital. Ellos lo sabían, y el mercado musical británico también.
Los medios de comunicación se hacían eco de las características diferenciadoras de la nueva corriente de moda, a saber: la explotación hasta el hartazgo de la Union Jack, la recuperación del espíritu del Swinging London de los años sesenta, la adopción de símbolos de la cultura mod y pop y la identificación con todo lo que sonase a modernidad. Ellos no lo sabían, pero eran los hipsters de los años noventa. Pronto se adhirieron nuevas bandas como Lush o Pulp, que llevaban algunos años buscando su hueco, y fueron surgiendo otras como Ocean Colour Scene o Supergrass. El britpop, todavía desconocido para el gran público, crecía poco a poco por todo el país hasta que un buen día, de repente, había llegado 1994, Cobain y Nirvana ya no estaban, y en Manchester había nacido el grupo que la industria sabría aprovechar para oponer a Blur y devolver así al Reino Unido una vieja y añorada rivalidad similar a la que durante un tiempo hubo entre The Beatles y The Rolling Stones: Oasis.