Nala Prescok miró la notificación del banco Believe en sus manos.
¿Creer?
¡Creer que estaba quebrada!
—¿Por qué yo? — le preguntó al silencio de su sala mientras cerraba la puerta y sentía como las lágrimas comenzaban a caer de sus ojos y mojaban la carta.
Estimada Señora Prescok…
¿Cómo era posible que su hermana la dejara con tal deuda sin siquiera decirle nada?
Dara era egoísta, una mujer que desde niña siempre había pensado solo en ella y nadie más. ¿De qué se sorprendió entonces?
Jamás creyó que su hermana sería capaz de hipotecar la casa que sus padres le habían dejado como herencia.
¡A saber lo que hizo su hermana con el dinero!
No sabía nada de Dara desde hacía poco más de cinco años. No desde que llego a casa un día, después de meses de ausencia, sin dejarle saber si seguía con vida o no. Jamás olvidaría ese día en el que su vida cambió por completo.
—Nala, cariño. — Había dicho ella con los ojos hinchados y un bebe en sus brazos.
—¡Pero qué demonios te ha pasado! — le preguntó ella con apenas veinte años.
—Necesito tu ayuda. — Dara entró a la casa donde una vez las dos vivieron, donde se criaron y pasaron buenos momentos con su madre.
—¿Y ese bebe? — le cuestionó ella cruzando los brazos, en un vano intento de no abrazar al niño que parecía estar incómodo en la posición en la que su hermana lo cargaba.
—Es tu sobrino. — había dicho ella.
—¿Qué dijiste?
—Es tu sobrino. — repitió.
Aquello era una locura, su hermana mayo había dejado bastante claro desde que tenía quince años que no quería hijos, que no le interesaba formar una familia.
Todo lo contrario a Nala, la cual amaba a los niños y su sueño más grande era tener una familia numerosa y tomar chocolate caliente con malvaviscos en navidad.
—¿Mi qué? — preguntó estupefacta.
—Con esto es que necesito ayuda. — ella le entregó el bebe de no más de un mes y Nala abrió los ojos de par en par.
Su hermana iba vestida con vaqueros negros y una blusa de mangas cortas de color blanco. Llevaba el pelo atado en una cola alta de un color que no era el natural de ella y sus ojos aún hinchados, estaban adornados con delineador verde que resaltaban sus ojos verde esmeralda.
Del mismo color que los de ella.
Pero Nala nunca los pintaba.
Lo consideraba una pérdida de tiempo y de esfuerzo. ¿Para qué maquillarse si nadie la iba a mirar con buenos ojos?
Nala se consideraba a la fea de las dos hermanas Prescok.
—Nala, mírame linda. — dijo entonces su hermana. — Nala, necesito que te hagas cargo unos días de tu sobrino.
—De tu hijo…— murmuró Nala pues se daba cuenta que Dara lo había dicho ya tres veces, como si no asumiera que él bebe que Nala tenía en brazos era su hijo.
—Si, lo que sea. — farfulló.
—No es lo que sea, es tu hijo. Llegas aquí después de más de un año sin vernos…
—No tengo tiempo para tus problemas. — La interrumpió Dara.
—¿Qué es lo que quieres? —había preguntado ella, pues lamentablemente, se daba cuenta, que su hermana seguía siendo la misma insoportable de siempre.
Nala se acostumbró a estar sola, a contar con ella misma y no pensar en la existencia precaria de su hermana mayor.
¿Para qué pensar en una persona que siempre estaba ausente?
Cuando Dara le contó sobre el trabajo que iba a tomar en Grecia, a poco menos de una semana de marcharse, Nala creyó que se trataba de una broma de mal gusto.
Pero se dio cuenta al poco tiempo que su hermana mayor, alocada e inconsciente había hablado en serio.
Nala tomó la carta en sus manos con fuerza y arrugó el papel.
¿Qué iba a hacer?
No tenía dinero en su cuenta de ahorro, sobrevivía con el día a día de su ayuda en la ONG en la que tenía ocho años trabajando.
—Mami, ¿estás bien? — la voz de Peter le sacudió todo el cuerpo.
—Si, cariño mío. Estoy bien. — mintió.
Su sobrino tenía cinco años, cabello oscuro casi azabache y los ojos verdes igual que los de ella. Igual que los de su hermana.
Nala olvidaba por momentos que su hijo, que su sobrino, era en verdad el hijo de su hermana y no de ella.
Peter llevaba toda su vida junto a ella, esos cinco años de trasnochos y temores cada vez que le dolía algo, o cada vez que sufría de algún resfriado.
Chicago solía ser húmedo, y lamentablemente la calefacción no siempre les colaboraba. Nala estaba intentando reunir dinero para poder mandarla a arreglar, pero los precios en los servicios de mantenimiento estaban cada vez más costosos.
—¿Qué voy a hacer? — dijo en voz baja y entrecortada para que Peter no la escuchara.
—Mami, ¿segura que estas bien? Estás murmurando como haces cuando estás triste.
Genial. Su hijo la conocía a la perfección.
—Si, cariño. Vuelve a la televisión.
Pete no necesitó una segunda orden, en segundos, Nala volvió a quedarse sola.
Se acercó al computador portátil que tenía casi diez años con ella y estaba bastante desactualizado y colocó en el navegador ‘’se busca…’’
De inmediato aparecieron varias ofertas de empleo y Nala comenzó a anotar en su celular los números telefónicos para llamar y solicitar el puesto vacante.
Dos horas después, se sentía como una inservible poca cosa, pues todas las empresas a las que había llamado y enviado su hoja de vida laboral le habían rechazado cortésmente.
Lo sentimos, no tiene la preparación que necesitamos. Lamentablemente no tiene las capacidades. Lo sentimos, usted no califica.
Estas y otras frases fueron las que escuchó durante más de dos horas.
Tomó el teléfono y llamó a su amiga de toda la vida.
Ghita respondió al instante.
— ¿Qué pasa, tesoro? — Preguntó nada más responder.
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Editado: 09.01.2025