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Tristán analizaba a la muchacha de cabello color rubio ceniza que miraba la lápida que tenía frente a ella con ojos expectantes. ¿Qué esperaba? Nada, nada podía esperar de una tumba más que silencio. Pero, aun así, tenía un leve destello de ilusión en el rostro, como si de un niño al asistir a un espectáculo se tratase.
Él siempre había sentido fascinación por los cementerios y por lo que estos implicaban: las muertes de quienes allí descansaban por la eternidad en discordancia con la vida de quienes se quedaban e iban a visitar. Era un lugar de encuentro de los mundos que más amaba, el muerto y el no tan muerto. Esto último lo consideraba así porque él entendía que todos estamos muertos desde el momento de nuestra concepción, que hemos sido creados para morir y que lo que ocurre en el medio solo es el camino hacia el otro mundo. Y allí, los muertos y quienes iban a morir se encontraban.
La chica comenzó a mover los labios de repente mientras fruncía el ceño con rabia. Por más que Tristán quisiera saber lo que ella decía, le era imposible escucharla; por fortuna, a él no le importaba en lo absoluto.
Amanda había crecido mucho y él estaba realmente orgulloso al respecto. La joven había aprendido a lidiar con los altibajos de Tristán y a darle la medicina requerida en el momento necesario, aunque no siempre funcionara.
—Volvamos, esto es sumamente deprimente —dijo ella al girar y mirar al hombre con ojos brillantes.
Sus jeans claros y su blusa rosada no concordaban en lo más mínimo con el cementerio, eso era algo que a Tristán le encantaba: Amanda nunca se veía acorde a su entorno. Casi como él.
—Maddy, ¿debo recordarte que tú has sido quien me rogó venir?
La chica le sacó la lengua de forma infantil y comenzó a caminar en dirección a la parada del autobús.
Había sido una larga tarde escolar para ella y solo quería regresar a su casa, sentirse normal, dejar de fingir por un momento.
En cambio, las manos de Tristán se tornaban sudorosas ante la idea de volver. Siempre que salía le costaba regresar, regresar a los viejos muros de la prisión, de su prisión. Pero ¿qué otro lugar le quedaba? Solo el manicomio, y eso era algo que ni él ni Amanda estaban dispuestos a afrontar.
Se marcharon pronto rumbo a su hogar, no intercambiaron palabras durante el recorrido. Y, al llegar, cada uno continuó con su jornada por separado.
Mientras ella caminaba con calma a su encuentro con Máximo, Tristán se sentó en su sillón favorito, uno muy ornamentado que había pertenecido a su madre, y mordisqueó una rebanada de pan blanco e insulso que llevaba en el bolsillo; siempre cargaba con algunos trozos cuando salía, era una manía que le quedó de sus múltiples encierros en hospitales psiquiátricos, allí solía esconder comida en su bata para luchar contra el hambre que sentía a causa de las estrictas dietas y horarios restringidos para alimentarse.
El hombre adoraba a los muchachos, a Maddy y a Máximo, ambos habían optado por ocuparse de él incluso cuando ya no tenían obligación de hacerlo.
Tristán suspiró complacido, al oír las risas de la chica. Comenzaba a llover con fuerza en el exterior y, a través de la ventana, él pudo distinguir fantasmas entre la tormenta. Fantasmas del pasado que se negaban a abandonarlo.
«Ah, la adolescencia, mi querida Staph. ¿La recuerdas, cielo?», pensó él. Desvió la mirada hacia la única fotografía que había en la casa, una imagen que guardaba siempre cerca de su corazón. Esa memoria, ya casi arruinada, lo había acompañado desde el día en que conoció a la chica que allí salía y lo seguiría acompañando hasta su último respiro.
—Tris, ¿necesitas algo? —preguntó Amanda cuando entró en la sala, seguida de Máximo.
A Tristán le gustaba Máximo y la forma en la que su mundo parecía girar en torno a Amanda, como el suyo propio lo hizo en torno a Staph alguna vez; la vida del joven comenzaba y terminaba en los ojos de la chica, así como ella parecía depender totalmente de las manos de él para vivir. Cuando estaban juntos, formaban un cuadro conmovedor que solía gustarle a Tristán. Casi siempre. O casi nunca. Eso dependía mucho del día.
El amor volvía ciegas a las personas, pero no a ellos. Ellos veían cada defecto del otro y lo aceptaban.
Así como Tristán había hecho con su querida Staph... pero ella no así con él. ¡Ah!, su Staph, ella había quedado cegada por los sentimientos que tenía hacia él. Lo aborrecía en lo más profundo de su corazón, pero no podía evitar la fascinación que le despertaba.
«Staph, aún te extraño», se decía Tristán mientras negaba con la cabeza en dirección a los chicos. No los miraba, tenía los ojos perdidos en el pasado.
Él sentía la ansiedad crecer. Las paredes, que muy bien conocía y que repudiaba, eternas representantes de su prisión, lo asfixiaban y se cerraban en torno a su cuerpo como si lo aplastaran. Y, otra vez, al girarse vio fantasmas en la lluvia de la ventana.
Entonces, dejó de negar. Comenzó a asentir con la cabeza casi con desesperación.
Al verlo así, Amanda fue a la cocina a toda velocidad en busca de las pastillas correspondientes y se las entregó a Tristán junto con un vaso de agua. El hombre aún asentía con la cabeza sin parar.
—Tal vez no debiste acompañarme... podría haber ido sola o a... esto... Máximo pudo acompañarme —buscó las palabras adecuadas.
—No, no. A mí me gustan los cementerios, no. Yo fui. ¿Verdad que sí? Yo fui contigo. Y todo fue bien, ¿no, pequeña Maddy? Tu padre nos saludó, desde allí está velando por ti, Maddy... Junto a Staph... Sí, ambos velan por nosotros, porque ella es buena y vela por ti y por tu amor. Ella amaba el amor, ¿sabías?
La perorata sin sentido del hombre se vio interrumpida cuando Amanda colocó las pastillas en su boca y lo obligó a tragarlas con agua.
Tristán sabía que la chica lo hacía por su bien, por eso no se oponía. Por eso, y porque ella era muy pequeña. Estaba en sus dulces quince años.