Después de unas horas de silencio, llegaron a un puerto desconocido para ambos.
Era un lugar que no aparecía en ningún radar: un puerto olvidado de Portugal.
Aubrey no quería decirle nada a Bill, pero sabía que tarde o temprano tendría que hablar con él.
Al momento de desembarcar, Bill la ayudó a bajar del bote.
Él notó la tensión en su cuerpo.
Tenía el presentimiento de que ella empezaba a verlo como al villano de su propia historia, y sintió la necesidad de aclararlo.
—Sé que me estás mirando con malos ojos —dijo Bill con voz firme—. Pero no soy el malo aquí.
El malo es mi padre, el que me abandonó y le dejó todo al idiota de mi primo.
Él solo está arrastrando a la compañía.
Yo solo voy a darle una mano… para que llegue a su final.
Aubrey lo miró con rabia contenida.
—Pero no es la forma, Bill. Estás acabando con nuestros sueños.
Bill frunció el ceño.
—Ustedes también son egoístas a su manera. Te pregunto algo: ¿destruir la red y apoderarse de ella no es lo mismo?
Ambas son motivaciones egoístas.
Supongo que ustedes no iban a usar ese potencial para curar enfermedades, ¿cierto?
Solo querían crear un jardín para niños a costa de algo que ya estaba hecho.
Es como invadir la casa de alguien y decir que hacen el bien solo porque el dueño era un asesino.
Se acercó un poco más; su tono se volvió más grave.
—Aubrey, no estoy en tu contra. Solo quiero que veas lo que intento hacer: evitar que otro como Julian use esa bendición en contra del mundo.
Aunque no lo creas, vendrán otros peores que él.
Y te aseguro que no serán tan piadosos como yo.
Aubrey apretó los puños.
—Nosotros solo queríamos que Julian no usara el concepto con fines destructivos.
Así que no, Bill… no tenemos el mismo camino.
Tú solo quieres venganza.
Bill esbozó una sonrisa condescendiente.
—Ahora no me entiendes, pero más tarde lo harás.
Si tienes algo que decir, que sea algo que valga la pena.
Después de eso, Bill se dirigió hacia un buzón metálico, oxidado, que parecía estar allí por casualidad.
Pero él sabía que no era así.
Solo las personas con acceso a esos lugares tenían ciertos beneficios… como obtener teléfonos imposibles de rastrear.
Abrió el buzón y sacó un pequeño paquete.
Aubrey lo observaba con nerviosismo, abrazándose a sí misma, intentando protegerse de algo desconocido.
Bill escribió unos mensajes en su teléfono y luego dijo:
—Nos espera un auto para ir a la guarida de los Vagabundos.
Aubrey abrió los ojos de par en par.
—¿Estás demente? Bill… aunque empiezo a dudar que ese sea tu nombre.
Ese lugar es peligroso. Solo los asesinos de más alto nivel pueden entrar ahí.
Bill la miró con una leve sonrisa.
—Bueno, estás hablando con uno de ellos.
Aubrey se quedó pálida.
—Así que tú eres el Fantasma… del que tanto se habla en esas páginas. Nunca pensé que te verías tan… débil.
Bill le sostuvo la mirada.
—No juzgues a un libro por su portada.
Solo porque me veas débil no significa que lo sea.
Y sí, me llamo Bill. Me arriesgué porque sabía que ustedes no podían hacer nada en mi contra.
Pensaban que era indefenso, pero en realidad ustedes estaban conmigo.
Yo soy el peligro aquí.
Pero no para ti, no te preocupes.
Para los demás… para mi padre, sí.
Por si no te ha quedado claro, aunque estoy seguro de que ya se te grabó en esa cabecita tuya.
Aubrey solo asintió en silencio y lo siguió hasta un auto negro blindado, sin placas ni identificación alguna.
—¿Vas a conducir tú? —preguntó ella con desconfianza.
—¿Cómo crees? —respondió Bill con calma—. No voy a arriesgarme tanto. Nos llevará un chofer.
Solo no hagas preguntas, no hables.
El chofer no es tan amable como yo.
Si se da cuenta de que tú no perteneces a este círculo… te matará.
Así que, ya sabes, calladita te ves más bonita.
Aubrey lo miró con desprecio, pero se subió al auto sin decir palabra.
El trayecto fue tenso.
El silencio era tan pesado que apenas se escuchaba el motor.
Aubrey no sabía qué decir o hacer.
Se estaba adentrando en los bajos mundos de los asesinos, algo que jamás quiso hacer… pero no tenía opción.
Después de unas horas de viaje, el auto se detuvo frente a un lugar con un aspecto deplorable.
Aubrey miró por la ventana y pensó que, entre todos los paisajes hermosos que había visto, este hacía justicia al apodo del lugar: la guarida de los Vagabundos.
Estaba lleno de indigentes, y el olor era insoportable.
Cuando bajaron del auto, Aubrey murmuró:
—No pudiste escoger un lugar menos… ya sabes, asqueroso. Estamos en Portugal, hay mejores sitios para esconderse.
Bill le puso un dedo sobre los labios.
—Tienes que callarte. Este no es lugar para hablar así.
Las personas que ves aquí solo son fachadas.
Omite todo comentario… si quieres vivir.
Caminaron por un callejón estrecho lleno de mendigos que extendían las manos.
Bill les entregaba una moneda a cada uno: su manera de pagar el peaje.
Finalmente llegaron a una puerta metálica.
De ella salió una mano que le entregó un sobre a Bill.
Dentro estaban unas llaves y la dirección del nuevo refugio.
—Sé que te va a gustar el lugar —dijo él sonriendo—. Tiene mucha clase, como tanto te gusta. Además, está cerca de aquí.
—No sé cómo puedes reírte en un momento como este —respondió Aubrey con fastidio.
—Solo déjate llevar —replicó Bill—. Vive el momento. Te va a gustar el lugar.
El refugio, al final, resultó cómodo.
No era lujoso, pero olía bien y tenía un ambiente tranquilo.
Aubrey lo miró con cierta sorpresa.
—Bueno, se nota que sabes escoger los lugares, Bill —dijo con ironía.
—Ese es el espíritu —respondió él.
Se sentó frente a un computador, encendió la máquina y comenzó a escribir.
Luego introdujo la memoria.
—Ahora necesito que me dejes un momento a solas —dijo con voz fría—. Voy a hablar con mi primo.
Aubrey intentó quitarle la memoria del puerto USB.
—¿Vas a usar el código? ¡Estás loco! ¿Qué pasa si nos encuentra?
Bill la detuvo con calma.
—Eso no va a pasar. Luca es bueno con los códigos, pero sigue siendo un novato.
No sabe cómo bloquear ciertas cosas que yo sí… obviamente.
Comenzó a derribar los muros del sistema hasta que llegó al núcleo.
Al otro lado, Julian Dillinger no tenía idea de lo que ocurría.
En la pantalla apareció un mensaje: