Luca Valen, hijo de una familia con profundas inclinaciones artísticas, nunca fue igual a sus hermanos. Era el más joven de tres, todos dedicados al arte, y aun así, desde pequeño sintió que ese no era su lugar. Hubo un momento en su vida en el que decidió buscar otro camino. Todo comenzó cuando unos amigos le mostraron unos antiguos videojuegos que despertaron una curiosidad que jamás había sentido. Su sueño cambió por completo: ya no quería seguir el camino artístico de sus padres. No quería vivir entre lienzos ni pinceles… él quería ser programador.
Pero nunca tuvo la valentía de decirles la verdad. No sabía cómo expresar lo que realmente deseaba, así que sus padres lo inscribían en todo tipo de actividades artísticas, mientras él hacía lo posible por evitarlas o escapar de ellas. Una vez incluso les mintió sobre un supuesto viaje artístico a otra ciudad. Ellos le creyeron —a sus ojos, Luca nunca había sido alguien que mintiera— y le dieron dinero y un pasaje en avión para él y sus dos amigos. El dinero nunca fue un problema; el verdadero problema era que su familia era demasiado famosa. Temía que alguien lo reconociera y la mentira se descubriera.
Cuando abordó el avión, para su suerte, la mujer que revisaba los boletos era tan mayor que parecía no tener idea de cómo funcionaba el internet. Pero era obvio que la suerte no dura para siempre. Al llegar, fueron directo al hotel que habían reservado, justo al lado de la sala de videojuegos legendaria que tanto querían conocer. Pero al llegar, la encontraron abandonada. Aun así, eso no los detuvo: entraron ilegalmente… hasta que la policía llegó y los expulsó del lugar.
Fue ahí donde su suerte se quebró. Por un instante lo olvidó todo: olvidó que pertenecía a una familia famosa, que había mentido, que debía cuidar su imagen. Solo recordó lo que sentía de niño, cuando esos juegos despertaron en él un mundo nuevo. Recordó la obsesión silenciosa que desarrolló por el padre de Sam, investigando todo sobre su vida hasta el día de su desaparición.
Pero al día siguiente, la realidad explotó en su rostro. Sus padres llegaron al hotel furiosos. Nunca los había visto así. Ellos, que siempre decían ser pacíficos, lo miraron con una ira que le heló la sangre. No estaban enojados por sus sueños; estaban enojados porque les mintió.
Su madre —la más calmada normalmente— le habló con un dolor que lo atravesó:
—Pudiste haberme dicho, Luca. Si no te sientes cómodo con el arte, solo tenías que hablar. ¿Sabes cuántas cosas pudieron haberte pasado? ¿Cuántas cosas les pudieron haber pasado a tus amigos? Nos pusiste en un problema enorme… Si nos hubieras dicho la verdad, te habríamos traído nosotros. Pero ahora… no quiero que te juntes más con ellos. Irán a casa juntos, pero después… no quiero que estén cerca de ti. Tu padre está muy enojado y está haciendo ejercicios de respiración, por eso me envió a mí.
Luca intentó explicarse.
—¿Quieres saber por qué no dije nada? Porque ustedes insistieron tanto en que estudiara arte que ahora… ya no me interesa ese mundo.
—Entonces debiste hablarlo —respondió ella con el corazón roto—. Para eso está la familia: para hablar. No sé por qué no confías en nosotros… si te queremos tanto. Tanto, que vamos a respetar tus sueños. Estudia lo que desees, aunque no podamos ayudarte en ese camino.
Aquella frase le perforó el pecho. La ansiedad le subió por el cuerpo. No podía tener un ataque frente a ellos, así que contuvo todo. Pensó que era joven, tonto y egoísta; que todo estaba mal.
En el avión de regreso, uno de sus amigos le preguntó:
—¿Vamos a dejar de ser amigos?
—No lo sé —respondió Luca, sin fuerzas.
—Lo siento por meterte ideas en la cabeza —dijo su amigo—. Yo tengo la culpa. Vi a tu padre… estaba realmente enojado. Solo quería apoyarte… quería que cumplieras tu sueño.
—Lo sé. No es tu culpa —fue lo único que Luca pudo decir.
Cuando regresaron a casa, sus padres lo cambiaron de colegio. Más tarde, llegó el momento de la universidad. Ellos le sugirieron no estudiar programación, pero él no escuchó. Quería estar lo más lejos posible de la familia, así que escogió una universidad distante. Los primeros semestres fueron fáciles para él; era como si hubiese nacido para eso.
Fue entonces cuando conoció a Aubrey.
Una chica sin ánimos, que parecía cargar el mundo sobre los hombros y que solo quería escapar. Coincidieron en un trabajo grupal en el que debían crear un código. Ella le confesó su verdad, y Luca la entendió. Se vio reflejado en ella, pensando en cómo habría sido su vida si hubiese seguido el camino que sus padres querían.
Se volvieron mejores amigos. Él la protegía, la animaba a seguir, buscaba formas de ayudarla cuando quería rendirse. Hasta que un día fue él quien necesitó ayuda.
Había una entrega importante. Los padres debían ir a ver los trabajos. Aubrey y Luca habían creado un videojuego impresionante. Luca esperaba a sus padres… pero nunca llegaron. Los padres de todos los demás asistieron, menos los suyos.
Intentó llamarlos, pero no respondieron.
Y ese vacío… le recordó el pasado. Le recordó que ellos prometieron acompañarlo sin importar qué camino eligiera, pero nunca cumplieron.
Aubrey lo vio temblar. Vio cómo comenzaba a respirar con dificultad, cómo la ansiedad lo estaba consumiendo. Sin pensarlo, lo abrazó, tomó sus manos y lo obligó a mirarla a los ojos.
—No estás solo —susurró, con una ternura que lo desarmó por completo.
Luca se calmó. En ese momento entendió su mayor miedo: que las cosas no salieran como él quería. Que sus planes fallaran. Tenía miedo de ser humano.
Años después, ambos se graduaron. Aubrey como pudo; Luca con honores.
Cuando descubrió que el concepto de la Red estaba siendo usado de otra manera, se enfureció. Se concentró por completo en el Código Fantasma. Allí conoció a Olen… y así comenzó todo.