Ecos entre cenizas
El castillo de Astereth olía a piedra húmeda, a velas viejas y a secretos.
Kael caminaba por sus pasillos con el paso lento y confiado de quien sabe que está siendo observado... y lo disfruta. Cada espejo, cada ventana con cristal de colores, era una oportunidad para admirarse: el ángulo de su mandíbula, la sombra perfecta de sus pestañas, la caída impecable de su capa de viajero. La belleza era una herramienta, y él la manejaba como un arma afilada.
Los sirvientes bajaban la mirada al cruzarse con él, y algunas damas de la corte disimulaban su curiosidad tras abanicos o libros abiertos al revés.
Kael les ofrecía sonrisas medidas. Apenas gestos. Como quien regala una flor envenenada.
Sabía el efecto que causaba. Lo cultivaba. Lo explotaba.
"Cuanto más te desean, menos te temen."
Y sin embargo, había una que no lo miraba con deseo.
Ella.
La princesa enmascarada.
Desde su llegada esa mañana, Kael no había vuelto a verla. Pero su presencia seguía grabada en su mente como un tatuaje helado. Había algo en ella que lo desafiaba, lo molestaba incluso: la frialdad absoluta, la compostura inquebrantable, la ausencia total de reacción ante su encanto calculado.
La princesa Lira era... inalterable.
Y eso lo fascinaba.
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Más tarde, guiado por un joven guardia distraído, Kael pidió recorrer "las zonas seguras del castillo". Fue una excusa para explorar, memorizar estructuras, pasillos, guardias. Cada detalle le servía.
Pasaron por la galería de mármol, el jardín interno marchito por el frío, y por último, llegaron a un pasillo sellado por una puerta metálica oxidada.
-¿Qué hay ahí? -preguntó Kael con fingida curiosidad.
El guardia, un muchacho pálido y torpe, vaciló.
-Las ruinas del Ala Norte. Está... prohibido el acceso. Se incendió hace años. Murió mucha gente. La reina madre... también.
-¿La madre de la princesa?
El joven asintió con un nudo en la garganta.
-Sí. Dicen que fue una emboscada. Nadie sabe si fue magia o traición. Desde entonces, la princesa no se quita la máscara. Ni habla de esa noche.
Kael se acercó a la puerta con lentitud. La tocó con una mano enguantada.
Estaba fría. A pesar del sol de la tarde, ese rincón del castillo estaba congelado, como si el incendio no hubiera dejado cenizas, sino escarcha.
-Interesante -murmuró.
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Esa noche, Kael fue convocado a los aposentos del consejo para una cena formal. La princesa presidía la mesa, sentada en el centro como una reina sin corona.
La máscara de plata aún cubría su rostro, y su vestido era negro, sin adornos, sin joyas. Elegante por su sobriedad. Intimidante por su vacío.
Kael ocupó su lugar frente a ella.
Sus ojos se encontraron por un instante.
-¿Disfrutó su recorrido, noble Darian? -preguntó ella, con la voz suave, pero con filo.
-Mucho. Aunque hay zonas que parecen cargadas de historia... y dolor.
Un silencio pesado se deslizó entre los platos.
Lira no respondió de inmediato. Luego dejó la copa sobre la mesa con cuidado.
-El castillo sangra bajo la piedra. A algunos visitantes les resulta... demasiado íntimo.
Kael sostuvo su mirada.
-¿Y usted, princesa... qué guarda tras su propia piedra?
Los cortesanos fingieron no haber escuchado. La pregunta era audaz. Casi insolente.
Pero Lira no se inmutó.
-Solo cenizas -respondió con frialdad-. Las mismas que todo reino acumula. Algunas visibles... otras, cubiertas con máscaras.
Kael sonrió. Por primera vez, sintió que se hablaban con el lenguaje verdadero: el de las heridas y los disfraces.
Y por primera vez, vio algo detrás del hielo de Lira.
Dolor antiguo. Soledad. Furia contenida.
El incendio había hecho más que matar a su madre.
Había moldeado a la princesa.
La había endurecido...
y también había dejado un resquicio.
Una grieta invisible.
La cena continuó entre murmullos y copas llenas de vino carmesí. Kael probaba apenas bocado, no por falta de apetito, sino porque sabía que su hambre era de otra naturaleza.
No comía. Observaba.
El movimiento de los cortesanos, las miradas furtivas hacia Lira, los silencios incómodos cuando ella hablaba.
Astereth estaba gobernado por una mujer que inspiraba obediencia sin afecto, respeto sin amor.
Y eso, en su experiencia, era señal de un reino vulnerable desde dentro.
-¿No os incomoda el silencio, alteza? -preguntó Kael, rompiendo la quietud con voz suave-. Hay banquetes que suenan más vivos en funerales.
Algunos comensales palidecieron. Pero Lira levantó apenas el rostro hacia él, con la máscara brillando a la luz de los candelabros.
-El silencio es la única forma de oír los pensamientos ajenos -replicó con calma.
-¿Y los propios?
-A veces, son los más peligrosos.
El intercambio fue un duelo sutil. Y Kael lo disfrutó. Como un bailarín que encuentra a alguien capaz de seguir su ritmo, o mejor aún, de marcar uno distinto.
Pero entonces, sus ojos notaron un gesto.
Pequeño. Ínfimo.
La mano izquierda de Lira, enguantada, tembló por menos de un segundo.
Lo suficiente para que él lo notara.
Lo suficiente para que supiera que ella no era de hielo por naturaleza, sino por decisión.
Una armadura construida sobre ruinas.
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Esa noche, cuando las velas se extinguieron y las puertas del castillo se cerraron al viento, Lira caminó sola por los corredores de piedra. Como cada noche.
Sus pasos eran sigilosos. Nadie osaba detenerla. Nadie preguntaba a dónde iba.
Se detuvo frente a un tapiz deshilachado que colgaba en una esquina olvidada. Lo apartó.
Tras él, una puerta angosta. Crujiente. Oculta.
Entró.
El cuarto estaba cubierto de polvo y ceniza. Nadie lo limpiaba. Nadie se atrevía. Era un relicario prohibido.
Un espejo, resquebrajado.
Una muñeca calcinada.
Y en un rincón, una tiara pequeña, ennegrecida por el fuego.