Ecos de fuego y hielo
El odio entre Astereth y Velmor no era reciente. Venía de una grieta ancestral, más antigua que los muros que rodeaban sus capitales. Un odio tejido no solo con acero, sino con destino.
Todo comenzó con una profecía. Una visión pronunciada por una vidente ciega en la era de los primeros reyes:
> “Cuando la hija del fuego y el hielo se levante, caerá el reino que robó la noche. Una corona será arrebatada por engaño, no por espada.”
Velmor fue fundado por los descendientes exiliados de la casa real de Astereth, que juraron venganza tras ser despojados de sus tierras y derechos. Desde entonces, generaciones crecieron con el veneno del rencor en la sangre.
El actual rey, Azarion, veía en esa profecía el cumplimiento de su legado. Él creía que Lira era la hija del fuego y el hielo. Y si no podía controlar su destino… la destruiría.
Pero más aún, Velmor codiciaba Astereth por sus minas de cristal mágico, el manantial de energía antigua que alimentaba los rituales del reino. Sin ese corazón latente, el poder de Velmor sería incompleto.
Mientras tanto, Lira gobernaba sola.
Su padre no salía de sus aposentos. Su salud deteriorada era más una excusa que una imposibilidad. El rey había dejado de luchar mucho antes que su cuerpo comenzara a fallar.
En ausencia de su mano, Lira se convirtió en mente y espada del reino. Negociaba con comerciantes que la despreciaban en silencio. Castigaba a nobles que conspiraban bajo mesas doradas.
Sostenía el trono con la fuerza de su voluntad y el hielo de su rostro.
Cada amanecer la encontraba en el salón de guerra. Cada anochecer, sola en sus aposentos, quitándose la máscara solo frente al espejo que ya no le devolvía consuelo.
La gente del reino comenzaba a verla como algo más que un símbolo de temor. La veían como la llama que aún no se apagaba.
Pero el fuego más intenso… es también el más frágil.
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Mientras tanto, Lira gobernaba sola.
Pero no del todo. Había una única alma dentro de los muros de Astereth a la que confiaba su voz sin la armadura del silencio. Theron, el sanador real. Su amigo de la infancia. Su sombra leal.
Esa tarde, en los jardines privados del ala este, Lira se sentó junto a una fuente silenciosa mientras Theron le aplicaba una infusión en las muñecas, contra los temblores que ella nunca mostraba ante la corte.
—No dormiste otra vez —murmuró él sin reproche, sólo cansancio compartido.
—Dormir es un lujo cuando Velmor prepara el asedio —respondió Lira, mirando el reflejo distorsionado de su máscara en el agua.
Theron guardó silencio un momento, luego dijo:
—Han llegado rumores… sobre el príncipe heredero. Dicen que Kael no ha sido visto en Velmor en semanas.
—¿Crees que lo han enviado aquí? —preguntó ella sin levantar la mirada.
—Azarion no movería a su hijo sin razón. Kael es más que un soldado, Lira. Es una mente peligrosa. Encantadora, dicen. Astuta.
—Si está aquí, no lleva su nombre —dijo ella con amargura—. Y si lo encuentro, lo haré sangrar por cada palabra que haya susurrado para dividir esta tierra.
Theron no dijo nada más. Sólo apretó su mano un segundo, y Lira le permitió ese gesto. Solo a él.
Y mientras ella se mantenía firme, el enemigo ya caminaba entre sus muros, vestido de noble, de aliado, de promesa.
Kael.
Y él, entre deber y deseo, ya no sabía a qué reino pertenecía su lealtad. Pero Lira aún no conocía su verdadero rostro. Para ella, Kael era solo Darian: un noble exiliado, encantador y misterioso, con una historia trágica y modales irreprochables. Un aliado improvisado, quizás... pero no una amenaza. No el espía que socavaba su reino desde adentro.