Entre Sombras y Despedidas
"Los reyes exigen sangre, pero los herederos cargan con las cicatrices." — Crónicas de la Guerra del Hierro .
Esa misma noche, mientras la luna se ocultaba tras las nubes y el viento helado se colaba por las grietas del castillo, Lira permanecía en sus aposentos, rodeada del silencio pesado que solo una inminente partida podía traer.
La máscara descansaba sobre la mesa, aunque su presencia parecía flotar en el aire, implacable y eterna.
Sus manos temblaban ligeramente mientras ajustaba el broche de su capa oscura, aquella que la protegería en la batalla y en las sombras.
Sabía que al amanecer partiría, cargando no solo su espada y armadura, sino también la pesada responsabilidad de mantener vivo su reino y enfrentar a un enemigo que parecía implacable.
El eco de las órdenes de su padre resonaba en su mente. Valdrik no la enviaba simplemente a la guerra; la lanzaba al abismo con un mandato férreo, sin espacio para dudas ni errores.
Pero había otra sombra que la inquietaba más: Kael.
La puerta de sus aposentos se abrió con suavidad. Kael entró sin hacer ruido, su figura envuelta en la penumbra, pero sus ojos brillaban con una intensidad inusual, cargada de preocupación y algo que ella no sabía cómo interpretar.
—Lira —susurró, con una voz que temblaba apenas—. No tienes que hacer esto.
Ella se volvió para mirarlo, sus ojos fijos en la sombra que ocultaba su rostro tras la máscara.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, con el ceño fruncido.
Kael avanzó un paso, acercándose, pero sin invadir su espacio.
Había algo vulnerable en su postura, algo que nunca antes había visto en él.
—No quiero verte partir hacia una muerte segura —confesó—. Velmor no es un enemigo que puedas derrotar con solo valentía o habilidad.
Valdrik tiene sus propios planes, y no estás en ellos para salir victoriosa. Para él, eres una pieza más en su juego cruel.
Lira sintió un golpe en el pecho. Por un instante, la máscara pareció hacerse más pesada, como si absorbiera toda esa tormenta interior.
—¿Y tú? —dijo con voz firme—. ¿Qué eres para mí, Kael? ¿Un enemigo? ¿Un aliado? ¿O acaso algo intermedio que no sé cómo entender?
Kael sonrió, una sonrisa amarga y sincera.
—Soy quien quiere que vivas —respondió—. No importa bajo qué bandera o disfraz. No puedo permitir que mueras en esta guerra absurda.
Por un momento, el silencio los envolvió, como si las palabras hubieran creado un espacio sagrado donde la verdad podía emerger sin máscaras ni engaños.
Lira, aunque desconfiada, sintió un extraño calor que le atravesaba el pecho. Aquella noche, Kael no era el príncipe orgulloso ni el espía frío; era alguien real, alguien que se atrevía a mostrar su vulnerabilidad.
—No puedo quedarme —dijo finalmente—. Mi gente, mi reino... dependen de mí. Aunque muera, no será en vano.
Kael negó con la cabeza, incapaz de aceptar su resolución.
—Déjame ayudarte —insistió—. No tienes que luchar sola contra la tormenta.
Ella suspiró, un suspiro profundo que arrastraba años de dolor y soledad.
—Quizás, en otra vida —murmuró—. Pero ahora, debo ser fuerte... aunque me duela.
La noche se prolongó entre palabras no dichas, miradas intensas y la promesa silenciosa de que, aunque el destino los enfrentara, en algún rincón oculto de sus almas había una chispa que podría desafiar el odio.
Al amanecer, Lira salió de su habitación, armada con su espada y la determinación que solo el deber puede forjar.
La corte la observaba con respeto y temor; sabían que la princesa se enfrentaba a más que a un ejército enemigo: luchaba contra la sombra que su propio padre proyectaba sobre el reino.
Kael la siguió con la mirada, oculto tras una columna, incapaz de acercarse más. En su corazón, un conflicto ardía feroz: ayudarla y arriesgarse, o protegerse y perderla para siempre.
Mientras el sol se elevaba, una batalla no solo política sino emocional comenzaba a delinearse en el horizonte, donde alianzas, traiciones y secretos se entrelazarían en una lucha por el poder, el amor y la supervivencia.