El Desprecio del Rey
"No es la derrota la que hiere, sino la mirada del enemigo que te ve arrodillarte." — Lira de Astereth
El amanecer siguiente fue turbio y opaco, como si el mismo cielo presintiera el curso que tomaría la historia. Lira, aún en sus ropas de viaje, se preparó para lo que sería una reunión histórica.
A pesar del consejo dividido, de los susurros del campamento y de su propio corazón tenso, aceptó el encuentro propuesto por el rey Azarion de Velmor. Sabía que no podía rechazar una oportunidad de medir al enemigo con sus propios ojos, aunque cada fibra de su ser gritara que era una trampa.
El lugar del encuentro fue una antigua torre de vigilancia en ruinas, justo en la frontera entre Velmor y Astereth. El suelo aún conservaba cicatrices de antiguas batallas, y la piedra negra que cubría la torre parecía recordar la sangre derramada entre ambas naciones.
Lira llegó con una escolta mínima, dejando al ejército acampado en una loma a medio kilómetro. Vestía su armadura oscura y llevaba la máscara que siempre la protegía. Su silueta altiva contrastaba con el gris del paisaje, como un faro de determinación.
Azarion ya estaba allí. Alto, imponente, con la barba cuidadosamente recortada y los ojos como pozos de acero. Su túnica negra estaba adornada con hilos dorados, y llevaba una espada ceremonial que colgaba a su costado, más símbolo de poder que arma real.
—Así que la princesa valiente acude a la llamada del enemigo —dijo el rey con sorna, sin siquiera inclinar la cabeza en señal de cortesía.
—Acudo por mi gente. Por evitar más sangre, si es posible —respondió Lira con tono firme.
Azarion soltó una risa seca y se acercó, sus pasos resonando sobre las piedras quebradas.
—¿Tú? ¿Evitar sangre? —se burló—. ¿Una mujer jugando a ser comandante? No deberías estar en el frente, princesa. Deberías estar tejiendo paz en las cámaras del palacio, no desafiando a reyes.
Lira mantuvo la compostura. Por dentro, la ira hervía, pero sabía que no debía mostrarse débil ante un hombre como él.
—Dime por qué me has citado —dijo—. Deja las provocaciones. No tengo tiempo para tu misoginia.
Azarion ladeó la cabeza, como si estuviera examinando una pieza de arte rota. Luego extendió un pergamino y lo dejó sobre una mesa improvisada entre los restos de la torre.
—Ríndete. Entrega Astereth. Entrega el mando. Declara tu lealtad a Velmor y, si lo haces, prometo que tu pueblo vivirá. Te dejaré como regente simbólica. Una flor de adorno. Un recuerdo de lo que fuiste. Pero sin poder. Sin ejército. Sin reino.
El silencio cayó como un manto denso. Lira observó el pergamino, lo leyó en silencio. Luego levantó la vista.
—Así que tu oferta es la humillación. Mi rendición, a cambio de una vida enjaulada.
—Es más de lo que muchos enemigos reciben —replicó el rey con una sonrisa cruel—. Créeme, princesa, no soy tan despiadado como otros creen. Podría tomar tu cabeza en una bandeja y colgarla de mis murallas. Pero prefiero verte doblegada. Porque sé que es peor.
Lira dio un paso hacia él. Su voz, cuando habló, fue un susurro lleno de peligro.
—¿Y si te dijera que no?
Azarion se encogió de hombros, como si hubiera esperado esa respuesta.
—Entonces haré arder tu reino. Empezando por tus aldeas más débiles. Cada gota de sangre será tu responsabilidad. Porque tu orgullo habrá sellado su destino.
El desprecio goteaba de cada palabra. Lira no respondió de inmediato. Giró, contemplando el horizonte detrás del rey: las montañas lejanas, las tierras que una vez estuvieron en paz. Y luego, con voz firme, dijo:
—Tu reino está podrido, Azarion. Está gobernado por la soberbia, no por la justicia. Astereth resistirá. Y si hemos de caer, no será de rodillas.
Azarion se acercó peligrosamente, su rostro a centímetros del de ella.
—Veremos cuánto dura esa valentía cuando tu sangre bañe tu armadura.
—Veremos cuánto valor queda en ti cuando te enfrentes a una mujer que no tiene miedo de morir luchando.
El rey retrocedió, satisfecho. La provocación había sido lanzada. El odio estaba sellado. Y la guerra, ahora sí, no tendría vuelta atrás.
Cuando Lira abandonó la torre, su escolta la siguió en silencio. Nadie se atrevía a preguntarle lo que se había dicho. Pero su paso era firme, su mirada dura como el acero. Y aunque por dentro ardía de furia e impotencia, no derramó una sola lágrima.
En el horizonte, los cuervos comenzaban a reunirse. La sangre correría. Y Astereth, liderado por una mujer a la que subestimaban, se preparaba para resistir hasta el final.