Trono de odio,corona de engaño

Capítulo 34

La Tormenta y el Trono
"A veces, para salvar un reino, debes matar su corazón."
— Lira de Astereth

El amanecer se alzó con el estruendo de tambores y el rugido del acero. El campo de batalla en la frontera entre Astereth y Velmor hervía de soldados, caballos, estandartes y polvo. En el corazón de la tormenta, como un faro entre el caos, se alzaba Lira, la princesa guerrera, con la máscara aún ceñida al rostro, montada sobre su corcel negro de crines plateadas.
El estandarte de Astereth ondeaba alto, y bajo su sombra, las tropas comandadas por Lira se movían con precisión. Su ejército no era el más numeroso, pero sí el más preparado. Entrenado en secreto por su propio consejo de leales —Theron, Maerith, el comandante Ardan y otros que la seguían no por obligación, sino por fe—, marchaban con la determinación de aquellos que ya no temen perder nada más.
Los planificadores de Velmor no estaban preparados para enfrentarse a una mujer que pensaban símbolo, no espada. Subestimaron a Lira. Y ahora, pagaban por su arrogancia.
Lira, en el centro del combate, se movía como un eco de su madre caída, como la tormenta que había nacido del fuego de aquel incendio.
Su espada cruzaba el aire, el filo brillando con magia infundida por Maerith, cortando armaduras como pergaminos. Las órdenes salían claras de sus labios. Su voz, aguda y fuerte, guiaba a los suyos como una canción de guerra.
Pero, dentro de su pecho, su corazón latía como un tambor silenciado por el conflicto. No solo peleaba contra Velmor. Peleaba contra el recuerdo de su madre. Contra el desprecio de su padre. Contra su propio destino.
“Esta guerra me pertenece… Pero, ¿cuánto de mí dejaré en ella? ¿Cuánto me robará este camino antes de que logre romper el ciclo? Tal vez nunca vuelva a casa. Tal vez esa sea la victoria que busco.”
Desde la retaguardia, Kael observaba en silencio, su rostro oculto bajo el yelmo que aún no se decidía a quitar. Había regresado del lado de su padre, el rey Azarion, sabiendo bien lo que se esperaba de él. Había mentido. Había traicionado.

Le dije a mi padre que Lira comandaba… que su sangre era fuego. ¿Qué otra opción tenía? No puedo negar lo que soy… pero no puedo fingir que verla caer no me destruiría.”
Kael había creído que al ver la guerra desde lejos podría separar sus emociones del deber. Pero ahora que la veía… que la escuchaba liderar a hombres y mujeres con más coraje del que él había visto jamás, comprendía que el odio de Velmor no era más que miedo. Miedo a lo que una princesa como ella representaba: la caída de reyes podridos por el poder.
Y entonces, ocurrió.
A la distancia, una comitiva avanzaba entre el humo y la sangre. Portaban el emblema de Astereth, pero no era un refuerzo. Era un símbolo de autoridad. Era el rey Valdrik.
Montado en un corcel de guerra, con su armadura negra bruñida por la furia, Valdrik entró en el campo de batalla con los ojos desbordados de enojo. No saludó a su hija. No gritó orden alguna. Simplemente la buscó con la mirada, como si su sola presencia fuera suficiente para hacerla arrodillarse.
La encontró. Y avanzó hacia ella como si el campo estuviera vacío.
—¡LIRA! —bramó su voz, rasgando el fragor del combate.
Ella lo vio, bajó la espada, pero no se acercó. Se quedó firme en su montura, con el rostro cubierto y el corazón endurecido.
Valdrik frenó a su caballo frente a ella. El silencio se extendió a su alrededor como un aura de veneno. Soldados, enemigos y aliados se detuvieron. Por un momento, no hubo guerra. Solo padre e hija.
—¡No has acabado esto! —rugió Valdrik, la voz grave, cargada de reproche—. ¡Has hecho sangrar al enemigo, pero no lo has roto! ¿Qué esperas? ¿Una rendición honorable?
Lira lo miró por debajo de la máscara, con una calma gélida que amenazaba más que cualquier furia.
—Espero que aprendan a temer a una hija tanto como temen a un padre —respondió.
Valdrik bufó.
—El rey Azarion me ha humillado. Me ha dicho que envié a mi hija a hacer el trabajo que mis hombres no lograron. Me llama débil. Un rey que esconde detrás de una máscara a su sangre. ¿Y tú? ¡Tú no le has probado lo contrario!
—Porque aún no es tiempo de matarlo —dijo Lira, y nadie supo si hablaba de Azarion… o de Valdrik.
Kael, a unos metros, sintió cómo el peso de sus decisiones lo arrastraba como un ancla al fondo del abismo. No podía intervenir. No ahora. Pero tampoco podía ignorar la semilla que había plantado cuando le habló a su padre sobre ella.
Ø “¿Será ella quien me salve… o quien me destruya? Y si su caída está en mis manos, ¿tendré el valor de soltar la espada?”
El rey Valdrik se marchó con el rostro endurecido, pero la herida en su orgullo sangraba tanto como las de los soldados caídos. Lira lo observó alejarse, sabiendo que, al igual que Velmor, su propio padre era un enemigo oculto en el mismo bando.
Esa noche, el campamento volvió a alzarse con cuidado. Las hogueras ardían, las heridas se vendaban… pero la verdadera batalla no estaba en los campos ni en las espadas. Estaba en los corazones divididos.
Lira se encerró en su tienda, sin quitarse la máscara. El peso de todo lo vivido la rodeaba como una segunda piel.
Kael caminó hasta el exterior de su tienda, sin atreverse a entrar. Apretó los puños y se quedó allí, bajo la lluvia tenue, mirando la tela que los separaba.
Ambos sabían que el día de mañana sería decisivo.
Ambos sabían que, cuando terminara la guerra, solo uno de sus mundos sobreviviría.




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