La Última Llama
"No siempre la llama que arde más fuerte es la que ilumina; a veces, es la que consume."
— Theron
El cielo retumbó con un estruendo que no provenía de los truenos, sino de los gritos de guerra que se alzaban desde ambos lados del campo. El ejército de Astereth, con su estandarte rasgado, pero en alto, avanzaba con decisión. El de Velmor, en perfecta formación, respondía con una fuerza organizada y fría. Y entre ellos, en el centro del campo de batalla, dos figuras se enfrentaban con una historia compartida tan intensa que la tierra misma parecía contener la respiración:
Lira y Kael.
Ella fue la primera en moverse. Su espada voló con velocidad furiosa, no solo buscando la carne de su enemigo, sino exigiendo una respuesta por cada traición, cada silencio, cada caricia que ocultaba un propósito oscuro.
Kael desvió el golpe por poco, retrocediendo, con los ojos llenos de culpa y determinación.
—Lira, no tienes por qué hacerlo —gritó, apenas logrando mantener su guardia—. ¡Podemos detener esto antes de que todo se destruya!
—¡Tú ya lo destruiste todo! —respondió ella, atacando de nuevo con más fuerza—. ¡Elegiste a tu padre! ¡A su guerra! ¡A tu codicia por el trono!
Sus espadas chocaron con fuerza, generando chispas como estrellas fugaces entre la furia. A su alrededor, la batalla entre Astereth y Velmor había estallado en su totalidad. Maerith lanzaba conjuros a distancia, escudos mágicos estallaban en luz dorada. Theron lideraba una carga por el flanco izquierdo. Ardan luchaba con valentía cuerpo a cuerpo, mientras la sangre manchaba el estandarte de su patria.
Lira no era una comandante escondida tras líneas. Era la furia misma.
Cada golpe suyo tenía propósito. Cada giro era preciso. Kael no podía sino defenderse, incapaz de corresponder su violencia con la misma intensidad.
—¡No puedo matarte! —gritó él, su voz rota—. ¡Por los dioses, Lira, ¡te amo!
Ella se detuvo por un instante, solo para mirarlo con una mezcla de incredulidad y desprecio.
—¿Amor? ¿Después de lo que hiciste? ¡Tú eras mi único refugio… y me traicionaste! No vengas a hablar de amor cuando solo te mueve el deseo de poder.
Kael bajó la guardia por un instante. Fue suficiente para que Lira lo desarmara. Su espada voló varios pasos atrás y cayó sobre el barro ensangrentado.
La punta del arma de Lira rozó su garganta.
—Hazlo —susurró Kael—. Mátame, si eso sana tu alma.
Lira lo miró. Todo el dolor, toda la rabia, todo lo perdido… y entonces bajó la espada, con la voz tan baja que solo él pudo oírla.
—No te mataré. Pero tampoco volveré a confiar en ti. Que vivas con tu culpa. Que tu castigo sea recordar todo lo que perdiste por ambición.
Y lo dejó caer de rodillas mientras ella giraba sobre sus talones, su capa ondeando tras de sí como una lengua de fuego.
La batalla seguía rugiendo. Pero la presencia de Lira avivó la esperanza.
—¡Astereth! ¡Conmigo! —gritó alzando su espada.
Los soldados de su reino respondieron con un rugido unánime, cargando con renovada fuerza. Lira se unió al frente, peleando con la furia de una diosa vengadora. Cada movimiento era una declaración. Cada enemigo que caía era una piedra menos sobre su trono de sombras.
El rey Azarion observaba desde una colina, el ceño fruncido, furioso ante la caída de su hijo y el ascenso imparable de la heredera a la que había subestimado.
—Maldita bruja… —murmuró.
Pero ya era tarde.
El flanco derecho de Velmor colapsó. Los soldados, viendo caer a sus líderes, comenzaron a replegarse. Maerith, cubierta de polvo y sangre, conjuró un muro de fuego que dividió el campo, separando a los sobrevivientes y sellando la retirada.
Cuando finalmente todo se silenció, cuando solo quedó el eco de los moribundos y el crepitar del fuego mágico, Lira se alzó sobre un montículo de cadáveres.
—Astereth… ¡ha sobrevivido! —gritó, la voz potente, indómita.
Los sobrevivientes la vitorearon. Algunos cayeron de rodillas. Otros lloraban. Pero todos sabían que ese día no solo habían ganado una batalla.
Había nacido una reina.
Kael, desde donde yacía, la observó con lágrimas en los ojos. No dijo nada. Ya no podía. Había elegido. Y había perdido.
Y Lira, con la sangre de su padre aún seca en sus ropas, con la traición todavía ardiente en su pecho, supo que el dolor sería su corona… y el sacrificio, el precio de su reinado.
Pero la historia no había terminado....
Un crujido de hojas. Un movimiento tras ella.
Lira giró instintivamente, pero fue demasiado tarde.
El rey Azarion, con la mirada llena de ira y desesperación, había descendido del cerro entre el caos. Con un cuchillo ceremonial en la mano, empapado en odio, lo hundió en la espalda de Lira con una precisión cruel.
—¡Por Velmor! —rugió con voz cavernosa.
El grito de Lira fue ahogado, más de sorpresa que de dolor. Su cuerpo tambaleó. La sangre comenzó a empapar su túnica.
Kael se puso en pie como un resorte.
—¡¡NO!! —corrió hacia ella, pero Lira ya caía de rodillas, sus ojos buscando el horizonte, no al asesino.
Kael se lanzó sobre su padre con furia, empujándolo hacia atrás.
—¿¡Qué has hecho!? ¡¡Qué has hecho!!
—Lo que tú no tuviste valor de hacer —dijo Azarion con los ojos rojos—. A veces el amor debilita. Yo elegí el reino.
Kael, temblando, giró hacia Lira. La sostuvo en brazos. Ella sangraba con lentitud, pero su rostro se mantenía sereno.
—Kael… —susurró—. Al final… fuiste tú quien no me mató.
Él lloró, apretándola contra su pecho. —Perdóname, Lira… por todo…
—Haz… lo correcto… ahora… —alcanzó a decir ella, mientras su aliento se hacía más débil.
Los soldados de Astereth corrían hacia ella. Maerith gritaba su nombre. El campo de batalla, que por un momento pareció detenido, estalló en caos nuevamente.
Pero en el corazón de Kael, solo una cosa ardía: la certeza de que había destruido lo único puro que le fue entregado. Y mientras Lira cerraba los ojos, con una última exhalación, el mundo cambió para siempre.