Conrad
Aquella mañana tomé un vuelo en primera clase junto a mi padre y Mario Bicandi con dirección a Nevada. Al fin conocería a los esposos Balderas-Salvador. Me intrigaban sus ideas, cómo habían logrado levantar aquel imperio en tan poco tiempo y conseguido congregar a tantos granjeros juntos. Quería saber de dónde había surgido aquella idea de cooperación.
Mientras miraba por la ventana del avión, recordé a Jazmín, sus ojos, aquella mirada llena de pesar.
«¿Qué tiene a mi mini siete tan cargada? Y ¿por qué insiste en llevarlo sola?», me pregunté.
Esa mujer me tenía prisionero de su imagen, de su recuerdo. No conseguía más que pensar y preocuparme por ella, deseaba verla, tocarla y besarla. Pasé mis manos por mi rostro en un intento por dejar de repensar las cosas. No me gustaba. Y agradecí tener que dar este viaje porque me ayudaba a ocupar la mente en otra cosa que no fuera Jazmín… Mi Jazmín. Y de nuevo estaban esos ojos tristes mirándome, y de nuevo pensaba en ella. Sonreí al notarlo.
En el aeropuerto, fuimos recogidos por un vaquero grande y serio que no fue muy amable ni educado. Nos indicó que subiéramos en una camioneta blindada que subía y bajaba lomas cubiertas de un pasto verde y parejo al llegar al rancho Balderas-Salvador. Era inmenso, de los más grandes que jamás hubiese visto.
La gravilla blanca del camino sonaba en contacto con las ruedas. Bajé el vidrio y respiré después de cerrar los ojos. Olía a flores, aquel mismo aroma que percibí al llegar a nuestro rancho desde Chicago. Las vacas pastaban, los caballos corrían. Era un sitio apacible y hermoso. Sin duda a este rancho le iba muy bien.
Para mi sorpresa, una joven pareja nos recibió en la puerta. Un vaquero de buena altura que se tocó el borde el sombrero al vernos, era un poco más alto que yo. Y una chica menuda y delgada que nos sonrió ampliamente, dando la impresión de ser una persona accesible. No pude evitar notar que eran jóvenes, muy jóvenes, sobre todo ella. Aarón Balderas estaría cerca de mi edad.
Estrechamos manos, mi padre se presentó, luego a Mario y a mí. La pareja nos preguntó si estábamos cansados y si deseábamos algo para comer y beber, pero negamos. Mi padre y Mario querían ir al grano, alegando ser hombres ocupados, por lo que la joven, con amabilidad, nos hizo pasar a un despacho que olía a madera. El vaquero alto dispuso sillas de forma circular y nos sentamos a conversar.
—Les estamos agradecidos por tomarse el tiempo de atendernos —dijo mi padre acomodándose el traje.
—De nada —respondió la chica—. A mi esposo y a mí nos intrigaba saber la razón por la que deseaban reunirse. Tenemos entendido que son rancheros de trascendencia de Virginia.
—Sí, venimos de familias ganaderas de tradición —replicó Mario Bicandi.
El vaquero Aarón se mantuvo serio y callado, de brazos cruzados, parecía que nos analizaba.
—Bueno… Ustedes dirán en qué podemos servirles —dijo Nora.
—Necesitamos llegar a un acuerdo con ustedes —dijo mi padre—. Sus productos en Virginia nos han generado grandes pérdidas, y deseamos pedirles que no vendan más en nuestro estado.
Al fin intervino el vaquero quien ladeó una sonrisa.
—Y ¿por qué cree que haríamos eso?
—Queremos pagarle una buena cantidad de dinero para que retiren sus productos de nuestro mercado.
—¿Su mercado? —preguntó Aarón—. Me parece que si ese mercado fuera suyo no habríamos podido vender, sin embargo… Allí estamos.
—Un momento, Aarón —dijo su esposa Nora, que parecía menos impulsiva—. Considero que usted no entiende cómo trabajamos. Nuestra empresa no funciona como la mayoría, somos una cooperativa. Sí, los productos llevan nuestra marca, pero los productores son pequeños rancheros de la zona.
—¿Qué pequeños rancheros? —indagó mi padre, dispuesto a acabar con esa relación.
—Esa información es confidencial —replicó el Balderas.
—Me interesaría mucho conocer esta forma de trabajo que manejan —repliqué, mostrando interés, con el fin de conocer cómo alcanzaron el éxito e intentando calmar los ánimos—. Quizá podamos participar.
—No, Conrad —intervino mi padre con rapidez.
—Papá… —Lo miré con seriedad y propiedad—. Déjame hablar.
—Bien… —Comenzó a explicar Nora—. Nuestros productos tienen características únicas y esa es nuestra bandera. Respetamos la naturaleza, los animales son tratados con dignidad, pastan libres y son ordeñados por igual.
—¿Ordeña a la vaca cuando quiere? —dijo Mario Bicandi riendo y burlándose.
—Sí, señor. Tal y como lo escuchó —dijo el vaquero Balderas.
—Eso genera un producto de calidad —continuó Nora—. El miedo, el malestar, las enfermedades, el maltrato y el encierro afectan al animal, y por ende el sabor de la leche y la carne. Debe haberlo visto en nuestros comerciales.
—¿Y cómo es eso de los pequeños rancheros? —pregunté con curiosidad. Realmente quería conocer su secreto.
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Editado: 13.09.2023