Los días y los años de Alma pasaban lentos, austeros… La monotonía del trabajo ya la hacía mecánica en muchas cosas. El pueblo era el mismo, bueno, tampoco había pasado tanto tiempo. Alma ya estaba a punto de cumplir los 30. Era la abogada más exitosa de la ciudad, pero no era feliz. Todo el tiempo mantenía una especie de sensación de vacío que no podía llenar con ninguna actividad diaria; no salía con amigos, y muchas veces también rechazaba las invitaciones de sus padres para salir a pasear por los alrededores, o simplemente para ir a saludar a alguno de sus familiares.
-¡Calor, ¿no, Marité?!
-¡Sí, prima… hay mucho calor!
-¡Marité, ¿cómo está…?! –Preguntó Alma dejando un suspenso justo en el instante en que un desconocido le tropezaba.
-¡Ups, perdón, señorita! –Dijo un hombre que trastrabillaba al desatinar el piso, empujando levemente a Alma interrumpiendo así la pregunta que tenía ella para Marité acerca de su hermano Mateo, del cual tenía 7 años sin noticia alguna.
-¡Bueno, bueno… No fue nada. Pero la próxima vez fíjese bien por dónde camina, por favor! –Le dijo Alma.
-¡Está bien, pero la próxima vez deseo que si tropiezo sea con una mujer como usted… Hermosa!
-¡Fuah… Qué cursi es usted! –Dijo Marité.
-¡Pero si es la verdad, señorita! –Asintió el hombre contestándole a Marité mientras miraba de forma deseosa a Alma.
-¡¿Qué hace una mujer tan…Bueh, mejor dicho: qué hacen dos mujeres tan hermosas saliendo del juzgado?!
-¡¿Y a usted qué le importa?! –Respondió enojada Alma.
-¡Bueno, bueno… No se enoje. Es solo que no quiero dejar de conversar con ustedes aún!
-¡Pero… ¿Y quién le dijo que nosotras sí queremos seguir hablando con usted, señor?! ¡RESPETE! –Dijo enojada Marité.
-¡Está bien, me largo. Soy un sorete por haber tropezado con unas señoritas tan groseras! La próxima vez me fijo bien al caminar, para no ir tropezando a gente tan mal educada. –Dijo sarcásticamente el joven.
-¡¿Mal educadas?! –Dijeron las primas. -¡No, usted es el mal educado, siga su camino, por favor!
-¡Y así lo haré! –Dijo el hombre consternado.
Y con esa desagradable conversación las primas se retiraron del juzgado. Alma estaba representando a Marité en un juicio que se suscitaba por la demanda de divorcio que le introdujo ella a su marido. Tenían varios años lidiando con problemas conyugales muy severos, a los que no se tenía la menor duda de que el panorama no cambiaría si seguían viviendo juntos. A Marité le preocupaban sus 5 hijos, sobre todo el más chiquitín, que tenía apenas 2 años. Y no solo por la edad de sus crías, sino porque el divorcio tampoco era bien visto en la sociedad en la que se desenvolvían las primas para esa época en ese país.
-¡Bueno, Marité… Nos vemos luego para concretar la última sesión del juicio!
-¡Sí, prima… Nos vemos luego. Dale mis saludos a mis tíos, por favor! –Le contestó Marité.
-¡Serán dados, cariño. Cuídate mucho. Te quiero!
Y así se despedían las primas. Alma, por su parte, se fue caminando a casa, sin terminar la pregunta que quería hacerle a su prima por Mateo en el momento en que el tipo impertinente le tropezara. Estaba solo a pocas cuadras y le hacía bien el andar a pie. De todos modos, no había tantos autos en la ciudad, así que si no iba a caballo, que era el medio de transporte más usual en Malal-Hue, podría ir a pie. En todo el camino a su casa, Alma no podía dejar de pensar y de sentir el repudio por el joven que casi la tumba al suelo en la salida de los tribunales. Nunca lo había visto en el pueblo, también pensó, no tenía ni idea de quién pudiera ser y de qué estaba haciendo en su amado Malal-Hue.
Al llegar a casa…
-¡Hola, hija…qué bueno que ya llegaste! –Dijo el padre de Alma.
-¡Hola, Papito! –Saludó Alma a su padre, pero esta vez no pudo disimular lo que le hizo sentir lo que vio al entrar al salón principal de su casa. El escenario no era para nada agradable. Le pareció que vio al mismísimo diablo en ropa y calzado, eso sí, con buen porte y bastante atractivo.
-¡Hija, ven… Quiero presentarte a alguien! –Dijo Simón Rojas, el padre de Alma. –Este joven es el hijo de mi entrañable amigo Gaspar Montenegro, que ya es difunto. Su nombre es Valente ¿Cierto, muchacho? –Le preguntó el hombre al recién llegado.