Con maletas en mano, sudor en la frente y dolor en las piernas, todo el grupo comenzó a subir por una trocha empinada. De lado izquierdo estaba el bosque, lomas y lomas llenas de hojas secas, cantos de pájaros, sapos, grillos y otros animales. Todo lo contrario, a lo que su vista mostraba de lado derecho; un imponente paisaje de la ciudad a lo lejos, la playa creando el infinito y mucho más cerca, el espeso bosque que los abrigaba e informaba lo lejos que, según ellos, estaban de la civilización.
Pasaron unas cuatro horas para poder llegar a la finca. Una casona grande, de techos altos y muy bien conservada que les informaban que, aunque estuvieran muy lejos de todas las comodidades que podrían otorgarles la ciudad, allí también podrían vivir bien. Claro, para aquellos adolescentes todo ello era algo sumamente aburrido.
La vivienda tenía un muy bien conservado jardín en la terraza, donde, aparte de flores exóticas, también se podía encontrar árboles que eran cubiertos por plantas enredadizas que les daban un aspecto antiguo y espeso.
Los pulmones de Daysi se llenaban de aire fresco, mucho más liviano y le daba la sensación de sentir el interior de aquellos globos limpiarse, al igual como una tranquilidad recorría su cuerpo. Era muy extraño, ya que, en el recorrido, tuvo una sensación de claustrofobia al sentirse atrapada por aquella naturaleza.
Al entrar a la sala, los ojos de la joven se toparon con paredes grandes, altas y blancas. Había muebles de cuero marrón claro, mecedoras empajadas y un reloj con péndulo colgado alrededor de centenares de fotos y cuadros familiares.
—Bien —soltó la mujer—, los cuartos están a la derecha. Las mujeres estarán en el cuarto del fondo y los hombres en el que está a la izquierda.
—Espere —cortó Yiret, sonrió, aunque su mirada se veía amenazadora—. ¿No tendremos cuarto propio?
La vieja soltó una carcajada desde el fondo de sus entrañas mientras ponía las manos en su cintura.
—Niña, ¿acaso crees que esto es un hotel? —inquirió.
Yiret apretó los labios. Intentó no rodar la mirada por todo el grupo por la vergüenza que la consumió, pero a la vez la irritó. Sin embargo, el resto de jóvenes estaban pálidos, preocupados y con ganas de salir corriendo de aquel lugar.
Daysi era la única que se veía un poco más calmada. Tanto tiempo de confinación en su habitación, sin internet, la hacía sentir el cambio de ambiente con mucha más facilidad. De hecho, el recordar toda su colección de libros que llevó para las vacaciones la hizo sentirse alegre.
Había leído en sus libros sobre la protagonista adentrándose en bosques, subiendo a las ramas de los árboles para leer y ahora, que veía los árboles gordos, aquella tranquilidad, le empezaba a dar ganas de hacer lo mismo; vivir aquella experiencia y saber qué sentían aquellos personajes de los que se había enamorado.
Daysi dejó salir un suspiro al imaginarse subiendo a un gordo árbol con un libro, sentarse en la rama, abrir el libro y comenzar a leerlo, alejarse del mundo real.
Quedó detrás de todo el grupo que se adentrada por un pasillo de la sala, guiados por la señora que daba indicaciones sobre los horarios para estar dentro de las habitaciones.
Las pequeñas baldosas que creaban flores antiguas, le mostraban a la joven que aquella vivienda era bastante antigua, daba una sensación muy familiar. Esbozó una sonrisa al recordar que unas baldosas iguales se encontraban en el cuarto de estudio de su padre.
—Oh…, no, puedo, creerlo —soltó Yiret al entrar a la habitación.
Aquella exclamación sacó de sus pensamientos a Daysi, quien se topó con una habitación donde había dos camarotes separados por una mesa de noche, encima de la mesa había una ventana blanca con puertas francesas.
Era sorprendente, a Daysi le estaba gustando lo que había frente a sus ojos.
—Yo no pienso dormir en camarote —replicó Yiret comenzando a salir de sus cabales—. Quiero irme para mi casa, quiero regresar a la ciudad.
La joven llevó las manos a su cabeza mientras sus mejillas se enrojecían en gran manera. Los ojos de Yiret se inundaron de lágrimas y su cuerpo comenzó a temblar.
La mujer la reparó de pies a cabeza como si observara un bicho raro, hizo un puchero con sus labios delgados y rosados. El momento se volvió bastante incómodo, obligándola a llevar una mano a su cabello desmarañado y enroscado.
Estefanía quería consolar a Yiret, pero su peor defecto era ser alguien sumamente orgullosa y sólo se redujo a observarla cuando sus ojos curiosos la desobedecían.
Yiret llegó a un punto en el que sus pies giraron y comenzó a correr pasillo arriba buscando una salida de a lo que llamó prisión.
—Vaya niña —exclamó la mujer.
Estefanía y Daysi se miraron por unos segundos mientras reinaba el silencio.
—Bien —soltó Daysi después de suspirar.
Después de cambiarse de ropa, Daysi tomó un libro y se aventuró por el patio de la casa, buscando el árbol más grande que pudiera encontrar. Sus ojos se perdían en el enorme techo que creaban las hojas de los árboles.
Se acercó a uno que quedaba cerca de una pequeña quebrada. Le gustó porque tenía una estructura retorcida que le parecía fácil de escalar.
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Editado: 22.01.2025