Ahren se había negado a probar bocado alguno. Su cautividad ya había cumplido un día, y esta situación ya le era insostenible.
Mientras él cavilaba oscuros pensamientos, un quinceañero de baja estatura, cabello castaño rizado y grandes ojos azules se asomó por la puerta con una bandeja de algo que parecía un intento de cena; lonjas de cerdo secas y un cuenco con guisantes negros.
El príncipe hizo una mueca de desagrado y se volteó mirando hacia otro lado.
—Mi Señor—tartamudeó un poco el aprendiz—Debería comer. Por lo poco que sé tenemos por delante un largo viaje. No alimentarse adecuadamente afectara su salud.
A su pesar, Ahren sonrió. El joven marino había sido agradable y muy educado en su trato para con él todas y cada uno de las veces que se presentó para traerle de comer.
—Agradezco tu buena disposición conmigo, pero igualmente no comeré.
El jovencito asintió apenado y cabisbajo.
—Para mi es un honor servirle, príncipe—le respondió con una ligera venia, después de la cual se marchó llevándose la bandeja.
Ahren suspiró y se sumió de nuevo en sus meditaciones. Pero no paso nada de tiempo para que estas fueran interrumpidas por el sonido de la puerta abriéndose de nuevo. Miró en dirección al umbral, encontrándose con la imponente figura del Capitán Barat. Sus iris grisáceos lo recorrieron de pies a cabeza. El hombre era alto y musculoso, de cabello rubio dorado que alcanzaba el inicio de sus hombros. Unos ojos celestes brillaban en su tez tostada por el sol. Apuesto y seguro de si mismo, así lo describiría.
—Me dice Heirin, el aprendiz que te trae los alimentos, que no has comido nada, ¿qué te sucede?¿Acaso nuestros alimentos no son dignos para alguien de tu alcurnia?—le cuestionó. Sus dos manos apoyadas en la cadera y en el rostro un amago de sonrisa.
Ahren lo miró algo despectivo, y de esa manera le respondió.
—Ser retenido en contra de mi voluntad me quita el apetito.
El Capitán le sonrió y se acercó a él lentamente, hasta sentarse en la esquina de la pequeña cama en la que estaba sentado en una esquina con las rodillas apoyadas en su pecho y los brazos alrededor.
—Ahren—suspiró—Debo llevarte en buen estado, estaremos unos cuantos días en alta mar, sino comes te debilitarás, y no quiero llevarles a un saco de huesos en vez de al majestuoso príncipe al que esperan. Vamos come, no es una manjar, pero esta bastante bueno.
Ahren lo observó frente a él y pensó en lo mucho que distaba su imagen de lo que el evocaría como un pirata. Sus expresivos ojos expresaban algo parecido a la bondad, y por lo que se reflejaba en ellos, sumado a sus palabras amables, que fuera un temible bucanero se le hacia difícil de asimilar.
—¿Ya terminaste o me tienes algun consejo más?—le dijo con sarcasmo— No, no comeré, y no puedes obligarme.
Caleb, como le dijo se llamaba, negó con la cabeza y se aproximó un poco mas a él en la cama, buscando encontrar con sus ojos los suyos. Una mirada que el príncipe esquivó.
—Mírame—le pidió—Tu postura es absurda, vas a enfermarte...
—¡Y que importancia tiene eso!—exclamó, mirándolo al fin—Me llevas donde mis enemigos quieren asesinarme ¿y te preocupa que enferme? ¡Tú eres el falto de lógica! ¡Vete y déjame en paz!
Ahren comenzó a girarse hacia la pared cuando las dos fuertes manos del capitán apresaron sus brazos obligándolo a quedarse en su sitio.
—Escúchame, ya déjate de niñerías ¡Compórtate como el hombre que eres! Comerás o voy a obligarte a hacerlo.
Esta amenaza no acobardó a Ahren, quien inclinando su cabeza velozmente lo mordió con todas sus fuerzas en el antebrazo izquierdo, logrando que lo soltara, despues de gruñir y farfullar un par de maldiciones.
—Nadie me obliga a nada—le aseguró al verlo frotarse el brazo que tenia la huella de sus dientes bien marcados.
—¡Criatura del Infierno! debería...
El final de aquella oracion quedo flotando en el aire. Se miraron por un momento, midiéndose, y el príncipe temió haber ido muy lejos al ver la pose tensa y los puños apretados de su secuestrador, pero después al verlo cerrar los ojos y respirar profundo, supo que había retomado el control.
—¡Debería darte una buena paliza por esto!—le dijo elevando la voz—Pero no lo haré... esta vez. Prometí cuidarte y pienso hacerlo, pero si vuelves a intentar algo como eso...
Nuevamente la amenaza se perdió al ser acallada, aunque no le fue dificil descifrarla. El príncipe solo encogió los hombros y miró hacia otro lado, por lo cual Caleb salió del pequeño camarote dando un portazo.
Caleb llegó a la cubierta resoplando y fastidiado. Ese maldito chiquillo elfo había logrado sacarlo de quicio. Fue hasta su maestre el cual con el catalejo en mano observaba a la distancia. Él mismo agudizó la vista para enfocarla en el mismo punto y pudo notar lo que lo tenía tan preocupado.
—Es grande ¿no es verdad?—le preguntó con cierta desazón.
Su segundo al mando bajó el artefacto y asintió con la mirada aun puesta en el mar que cada vez estaba más agitado.
—Muy grande... Se ve tan negra y violenta como la misma muerte.
—¿No crees que podamos rodearla?—le preguntó Caleb, depositando como siempre su entera confianza en la experiencia de quien había surcado los mares toda su vida.
—Ya es tarde para eso, Capitán... habrá que prepararse—concluyó.
—Entonces da la orden... Reforcemos a la dama—le ordenó Caleb, palmeándolo en el hombro.
Bering, el maestre de canoso cabello crespo y dura anatomía se dirigió a la tripulación, la cual esperaba indicaciones.
—¡A toda prisa señores!... el maldito viento del sur se quiere follar a nuestra dama, pero no lo permitiremos. Le mantendremos las piernas bien cerradas.
Los marinos entendieron en el acto la referencia y se dispusieron a reforzar al Quimera. Los tambores y cajones fueron amarrados y la vela izada conforme el viento comenzaba a golpearla cada vez con más ímpetu; igualando el creciente furor de las olas. Todo lo movible en el Drakar fue sujeto, menos los tripulantes que tambaleantes ocupaban sus lugares esperando a la tormenta que se aproximaba despiadada y rauda. Y esta llegó con la ferocidad esperada, desparramando a los marinos que intentaban contener sus embates en medio de los baldazos de agua marina y los azotes contra la mampostería.
Caleb estaba al timón, procurando controlar su nave en medio de aquella vorágine. El tiempo pasaba y la tormenta no amainaba, tuvieron que transcurrir un par de horas en aquel combate en contra de las desatadas fuerzas de la naturaleza para verla apaciguarse de a poco, saliendo en parte victoriosos tanto por experiencia como por suerte. Agotados les llegó la noche. El tiempo aún era malo, pero lo peor ya había quedado atrás. Caleb acompañó a Bering para el recuento de daños, entre los cuales el más grave fue el de una vida; un joven aprendiz que golpeándose con una viga cayó inconsciente al agua, sin que pudieran rescatarlo en medio del caos. Lo demás, solo eran daños materiales que no revestían mayor importancia. El capitán, dejando de lado su rango como siempre hacía, y por lo cual era amado y respetado por sus hombres, trabajó codo a codo con ellos para reparar lo más urgente, lo cual lo tuvo ocupado por un buen tiempo. Luego de esto descendió a su camarote y tomó una de sus camisas, y junto a esta una vasija con agua limpia y un paño. Pasó por la cocina donde una amoratado Señor Kired preparaba sopa a los congelados y maltratados marinos que se iban acercando. Él, con un diestro equilibrio, se llevó uno de esos cuencos humeantes junto a todo lo demás. Con todo en sus manos y parte del brazo, caminó por la empapada cubierta hasta llegar al final y allí descendió.