Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO I

El autobús descendía con lentitud por la serpenteante carretera que cortaba las laderas verdes del Valle del Milagro. Las montañas, gigantes silentes cubiertos de niebla matinal, parecían abrirse para recibir a Valeria después de diez años de ausencia. Aferrada a su bolso, observaba a través del ventanal las plantaciones de café, las begonias y pico de loros que empezaban a florecer como fuego por las cercas de las casas rurales, las cascadas que caían desde lo alto formando destellos de arcoíris.

Recordaba perfectamente aquellos días de su infancia: las noches en que su abuela, sentada en un banco de madera bajo el cielo tachonado de estrellas, le narraba leyendas antiguas envueltas en el aroma dulce del café recién hecho, al calor de la cocina a leña de aquella cocina hecha de piedra.

El motor del autobús chirrió cuando entraron al pueblo. El chofer anunció la parada y Valeria se levantó. Su maleta era liviana; apenas unas mudas de ropa, algunos libros y la fotografía gastada de su abuela, Teodora.

Apenas puso pie en la vereda, el aire puro y frío la envolvió como una caricia.

—Has vuelto, hija —dijo una voz temblorosa a su lado.

Valeria se giró con rapidez. Frente a ella estaba don Braulio, el antiguo vecino que había trabajado durante años en las chacras cercanas. Su cabello era ahora completamente blanco y su andar más lento, pero su sonrisa seguía intacta.

—Don Braulio… —Valeria esbozó una sonrisa cálida—. Qué alegría verlo.

—Tu abuela te espera con ansias —respondió él, apoyándose en su bastón—. No ha dejado de hablar de ti desde que supo que venías.

—¿Cómo está ella?

El hombre desvió la mirada hacia las montañas.

—Frágil, pero con el espíritu fuerte. Como siempre.

Don Braulio la condujo a la camioneta que los llevaría a la finca de doña Teodora. Mientras realizaban el recorrido Valeria observaba todo con una mezcla de nostalgia y sorpresa. Las montañas con los últimos rezagos de la niebla, los rayos del sol iluminando las nubes y el frío aroma de la naturaleza despertando de tu sueño diario. Al llegar a la casa de su infancia, un cúmulo de emociones le apretó el pecho. Empujó la puerta y entró.

—Abuela… —su voz se quebró.

Desde una mecedora junto a la ventana, Teodora levantó la mirada. Su cabello, ahora más plateado, estaba recogido en una trenza que le caía sobre el hombro. Sus ojos —los mismos ojos que Valeria había heredado— se iluminaron.

—Valeria, hija mía… —susurró.

Valeria se arrodilló a su lado y la abrazó con fuerza. Las lágrimas le resbalaron por las mejillas, mezclándose con el aroma a manzanilla que siempre rodeaba a su abuela.

—He vuelto, abuela. Esta vez para quedarme un tiempo contigo.

Teodora acarició su mejilla con dulzura.

—Siempre supe que regresarías, hija.

Pasaron las primeras horas poniéndose al día. Teodora le contó cómo había cambiado el pueblo, las nuevas familias que habían llegado, y las viejas amistades que aún resistían el paso del tiempo. Valeria, a su vez, le habló de su vida en la ciudad, de su trabajo como enfermera, y de la soledad que a veces la envolvía entre los muros grises de los hospitales.

Al caer la tarde, Valeria salió al patio a respirar. Las luces anaranjadas del crepúsculo pintaban las montañas de un dorado suave. Cerró los ojos y dejó que el murmullo del río cercano la envolviera.

—No esperaba verte aquí… —dijo una voz grave a sus espaldas.

Su corazón dio un vuelco, se giró y allí estaba Gabriel.

Más alto, más maduro. Su piel tostada por el sol de las chacras, su cabello negro ligeramente desordenado, y sus ojos —esos ojos oscuros que siempre parecían mirar más allá— clavados en ella con una mezcla de sorpresa y nostalgia.

Valeria contuvo la respiración. Él esbozó una media sonrisa, esa misma que solía desarmarla años atrás y se acercó despacio, con las manos en los bolsillos de su chaqueta de lana.

—Supe que habías vuelto. Don Braulio me lo dijo esta mañana.

Valeria sintió un nudo en la garganta.

—He venido por mi abuela. Necesita que la cuide.

Gabriel asintió.

—Es una mujer fuerte. Aunque últimamente se le nota el peso de los años.

Hubo un silencio cargado de memorias.

—Tú… —Valeria buscó las palabras—. ¿Te quedaste?

—Siempre supe que este era mi lugar —respondió él con serenidad—. Terminé la carrera de agronomía en la capital de la provincia, y regresé para trabajar con los agricultores. Intento ayudar a modernizar las chacras, pero sin romper las tradiciones.

Ella sonrió levemente.

—No me sorprende, siempre hablaste de transformar la tierra.

Gabriel se encogió de hombros.

—Y tú… siempre soñaste con conocer el mundo. ¿Lo hiciste?

Valeria bajó la mirada.

—En parte. Pero ahora estoy aquí. Tal vez era lo que necesitaba desde el inicio.




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