Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO III

Al llegar a casa, Valeria encontró a su abuela en el patio, clasificando granos de maíz sobre un mantel multicolor. Los rayos de la tarde caían oblicuos, tiñendo de oro las paredes encaladas.

—Abuela, ¿te ayudo? —preguntó, dejando su bolso a un lado.

—Claro, hija. Toma este canasto y separa los granos más grandes. Son para la chicha que prepararemos para la fiesta.

Valeria se sentó a su lado y, con movimientos pacientes, comenzó la tarea. Mientras sus dedos desgranaban, su mente seguía junto al puente, reviviendo la conversación con Gabriel. No supo cuánto tiempo pasó hasta que la voz pausada de Teodora rompió el silencio.

—Vi a Gabriel en la feria la semana pasada. Ha trabajado duro estos años —comentó la abuela, sin levantar la vista.

—Sí, lo sé. Lo encontré hoy… en el puente colgante.

Teodora dejó escapar una sonrisa.

—Ese muchacho siempre tuvo un corazón noble, aunque algo terco. Su abuelo y mi padre compartieron tierras antes de que las haciendas se fragmentaran.

Valeria se detuvo un momento.

—Abuela, ¿por qué se distanciaron nuestras familias? Nunca entendí del todo.

Teodora suspiró, apoyando las manos en su regazo.

—Es una historia larga, hija. Y vieja como estas montañas. Todo comenzó con la disputa por los terrenos de la quebrada de San Sebastián. Los límites nunca fueron claros y, cuando se parcelaron las chacras, surgieron las diferencias. Lo que antes era amistad se convirtió en recelo.

—¿Y aún pesa eso? —preguntó Valeria.

—En algunos, sí. En otros, como Gabriel, creo que no. Pero las heridas antiguas suelen dormir bajo la tierra… y basta una lluvia para que broten otra vez.

Valeria asintió en silencio, comprendiendo que lo que la abuela decía no era solo una metáfora.

Al día siguiente, el pueblo entero se vestía de fiesta. Valeria, saludaba con una sonrisa a viejos conocidos y recibía abrazos cálidos de quienes la recordaban de niña.

Cerca del escenario donde se presentaba la orquesta, divisó a Gabriel que conversaba animadamente con los organizadores.

Cuando la vio, su rostro se iluminó.

—Valeria, viniste.

—Te lo prometí —dijo ella, acercándose.

—Ven, quiero mostrarte algo.

Gabriel la guió hacia un rincón de la plaza donde un grupo de jóvenes exponía productos agrícolas: café de especialidad, chocolate artesanal, mermeladas de frutas y miel de abeja.

—Este es el proyecto que hemos trabajado los últimos años —explicó con entusiasmo—. Queremos que los jóvenes del pueblo apuesten por la agroindustria sin perder las técnicas ancestrales. Modernizar la producción, pero respetando la tierra.

Valeria observó los productos con admiración.

—Es maravilloso, Gabriel. Esto puede darle vida nueva al valle.

Él asintió, con una chispa de orgullo en la mirada.

—Eso espero. Y también espero que tú… —hizo una pausa— te quedes un tiempo más.

Ella lo miró, sorprendida.

—¿Que me quede?

—Sí. Hay tanto por hacer. Podrías apoyar en el puesto de salud, ayudar con los talleres de nutrición. Y bueno… —su voz bajó un tono— podríamos retomar lo que dejamos pendiente.

Valeria sintió un leve vuelco en el corazón. Antes de responder, un hombre de mediana edad se acercó.

—Gabriel, te buscan en la junta comunal.

Él asintió y se volvió hacia Valeria.

—Debo irme. Pero, ¿nos vemos más tarde en la fiesta?

—Por supuesto.

Cuando se alejó, Valeria quedó inmóvil por unos segundos, contemplando la plaza llena de vida. Un murmullo de voces y música la envolvía, pero en su interior una pregunta latía con fuerza: ¿Podría realmente volver a echar raíces en ese lugar?

Al caer la tarde, el cielo se tiñó de anaranjado. La fiesta comenzaba y los acordes de la orquesta llenaban el aire, Gabriel regresó.

—¿Bailamos? —preguntó, extendiéndole la mano.

Valeria no dudó. Tomó su mano y ambos se sumaron al círculo de danzantes. Sus pasos, firmes y armónicos, se entrelazaban con las melodías que tocaba la orquesta. En ese instante, entre las notas y los aplausos, ella sintió que quizá la respuesta no estaba en las preguntas, sino en dejarse llevar por lo que el corazón susurraba.

La noche se alzaba sobre el Valle del Milagro, iluminada por faroles y estrellas. Y entre música, risas y promesas renovadas, la historia de Valeria y Gabriel apenas comenzaba a resurgir.

Cuando la última nota de la orquesta cesó y los aplausos se apagaron poco a poco, Valeria y Gabriel se retiraron del círculo, respirando aún la energía de la danza. La brisa fresca descendía desde las colinas, arrastrando consigo el aroma de las begonias florecidas.

—Hace mucho no bailaba así —dijo Valeria, sonriendo mientras se acomodaba el cabello.

—Tienes el paso intacto —bromeó Gabriel—. Como si nunca te hubieras ido.




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