Las nubes se habían congregado temprano aquella tarde sobre el Valle del Milagro, tiñendo el cielo de un gris denso que prometía la tan esperada lluvia. Valeria recorría los surcos del cafetal con paso pausado, con la canasta de mimbre colgada del brazo y la brisa templada que traía consigo el aroma a tierra mojada.
El eco de unos pasos la distrajo. Al girar, Gabriel se acercaba por el sendero, con la camisa remangada y el cabello ligeramente desordenado por el viento. Su mirada se cruzó con la de ella y, por un instante, los años parecieron deshacerse como neblina sobre la quebrada.
—No pensé encontrarte por aquí —dijo él, deteniéndose a un par de metros. Su voz tenía un matiz suave, casi nostálgico.
—Necesitaba aire. La abuela está descansando y… —Valeria bajó la mirada, acariciando con la yema de los dedos las hojas verdes de los cafetos—. Siempre dije que el cafetal era el mejor lugar para pensar.
Gabriel se acercó un poco más, sus botas hundiéndose ligeramente en la tierra húmeda.
—Yo solía decir que este lugar era como un santuario. ¿Recuerdas cuando veníamos después de las fiestas, a escondernos entre las ramas y mirar las estrellas?
—Lo recuerdo bien —sonrió ella, melancólica—. Solías hablarme de tus sueños. De cómo querías cambiar todo esto… pero sin romper lo que hacía especial a nuestra tierra.
El viento trajo las primeras gotas, grandes y pesadas, que comenzaron a salpicar las hojas y la tierra. Valeria levantó el rostro hacia el cielo, dejándose mojar.
—Vamos, te acompaño a casa antes de que se largue la tormenta —Gabriel extendió la mano para tomar la de Valeria.
Mientras avanzaban, las gotas se convirtieron en lluvia, empapándolos de pies a cabeza. Rieron, como si hubieran regresado a la adolescencia, a aquellos días despreocupados de antaño.
Al llegar al alero de la casa de Valeria, ambos respiraban agitados, con la ropa pegada al cuerpo y las sonrisas sinceras dibujadas en el rostro.
—Gracias, Gabriel… —susurró ella, soltando lentamente su mano—. No solo por acompañarme… sino por estar aquí ahora.
Él la miró, con una intensidad que la hizo estremecerse.
—No sabes cuántas veces soñé con que volvieras, Valeria.
Ella no respondió, pero sus ojos lo dijeron todo. Los secretos que los separaban aún no se habían desvelado, pero entre las gotas de lluvia y las montañas que los rodeaban, el corazón empezaba a reconocer su antiguo latido.
La lluvia golpeaba con fuerza las tejas de la casa mientras dentro, el aroma a café recién pasado envolvía la cocina. Valeria, con el cabello aún húmedo y un suéter grueso sobre los hombros, servía dos tazas de la infusión oscura.
—Espero que no esté muy cargado —dijo, girándose hacia Gabriel, que observaba las fotografías antiguas colgadas en la pared.
—No te preocupes, sabes que siempre me ha gustado así —respondió él, acercándose para tomar una taza—. ¿Tu abuela sigue descansando?
—Sí, está en su cuarto. Me dijo que la lluvia la adormece.
Se sentaron frente a frente, con la pequeña mesa de madera entre ambos. El crepitar de la lluvia se mezclaba con el silbido lejano de un zorzal, creando una atmósfera íntima y serena.
—¿Cómo has estado en estos años, Gabriel? —preguntó Valeria, rodeando la taza con ambas manos—. Nunca supe mucho de ti después de que me fui.
Gabriel se quedó en silencio unos segundos, como sopesando las palabras.
—Me quedé. A pesar de todo, no quise irme como tantos otros. Terminé mis estudios en la universidad de la región y regresé para trabajar en las chacras. He tratado de enseñar nuevas técnicas a los comuneros… riego por goteo, compostaje natural, rotación de cultivos. Todo lo que has visto desde que llegaste. No ha sido fácil —su voz se tornó grave—. Algunos me ven como alguien que quiere romper la tradición.
—No es fácil cambiar lo que se ha hecho por generaciones —admitió ella.
—No. Pero si no lo hacemos, nuestras tierras seguirán empobreciéndose… y nuestra gente también.
Valeria lo observó con admiración renovada. Aquel joven soñador no había desaparecido; solo había madurado.
—Y tú… —Gabriel se inclinó ligeramente—. ¿Encontraste lo que buscabas allá, en la ciudad?
Ella sonrió con tristeza.
—Aprendí mucho. Me formé como enfermera, trabajé en hospitales donde cada día era una batalla distinta… Pero nunca dejé de extrañar este lugar. La ciudad te da muchas cosas, pero te quita otras. Allá, a veces sentía que no tenía raíces.
—Aquí siempre las tuviste, Valeria.
El silencio se posó entre ellos, cargado de recuerdos no dichos y de miradas que buscaban el pasado en los ojos del otro.
De pronto, Gabriel sacó del bolsillo interior de su chaqueta un pequeño paquetito envuelto en papel de estraza.
—Esto lo guardé todos estos años. Quería devolvértelo cuando volvieras.
Valeria lo miró con sorpresa y desató con cuidado el envoltorio. Dentro, descansaba una pequeña medalla de San Sebastián, desgastada por el tiempo. Sus ojos se llenaron de lágrimas.