Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XIII

El sol se filtraba entre las hojas de los eucaliptos, proyectando sombras danzantes sobre el camino de tierra que bordeaba el río. Valeria caminaba en silencio, con los zapatos llenos de polvo y el corazón latiendo a un ritmo incierto. Gabriel iba a su lado, cargando una pequeña mochila con provisiones y una manta. No hablaban desde que salieron de casa de Teodora, como si el aire cargado de recuerdos fuera más pesado que cualquier palabra.

—¿Sabes? —rompió Gabriel el silencio, al cabo de unos minutos—. Este sendero lo tomábamos de niños, cuando íbamos a buscar moras con mi hermana.

—Sí… recuerdo esa vez que me hicieron una corona con esas hojas raras que dejaban las manos rojas —respondió Valeria con una sonrisa nostálgica.

—No eran raras, eran de retama. Pero sí, manchaban como tinta.

Caminaron un poco más, hasta que llegaron a un claro donde el río se ensanchaba, formando una pequeña laguna. Alrededor, la vegetación parecía abrazar el agua, y los sonidos del campo —el zumbido de los insectos, el canto lejano de un ave— creaban una atmósfera de calma.

—¿Aquí es donde querías llevarme? —preguntó ella, mirando el paisaje con ternura.

—Sí. Cuando estoy harto de todo, vengo acá. Me ayuda a pensar.

—Necesitamos pensar… sobre muchas cosas.

Gabriel extendió la manta y se sentaron juntos, con las piernas cruzadas. Valeria sacó de la mochila un termo y un pequeño paquete con panecillos que Teodora les había preparado. Compartieron el desayuno entre silencios y miradas que decían más que las palabras.

—¿Has pensado en quedarte? —preguntó Gabriel de pronto.

Valeria bajó la mirada. El tono de su voz era suave, pero cargado de algo más profundo. Una súplica, quizás.

—Cada día que pasa, siento que este lugar me llama. Pero también… no quiero tomar una decisión por nostalgia —dijo ella, tocando el borde de la manta—. ¿Y tú? ¿Has pensado en irte?

—Sí. Muchas veces. Sobre todo cuando siento que estoy remando contra corriente con todo lo que quiero cambiar. Pero luego me pasa lo que me pasó contigo. Que vuelves. Y me acuerdo por qué decidí quedarme.

Las palabras colgaron en el aire como hojas detenidas por el viento. Valeria lo miró. La sombra de los árboles danzaba sobre su rostro, haciendo que sus ojos parecieran aún más oscuros.

—Gabriel… —empezó a decir ella, pero algo se rompió en el momento. Una rama crujió detrás de ellos. Ambos giraron la cabeza. Nada.

—Debe haber sido un animal —dijo él, aunque su ceño se fruncía.

La tensión desapareció lentamente, pero había sido suficiente para cortar la emoción. Valeria se puso de pie, caminó unos pasos hacia el borde del agua.

—A veces me siento como esta laguna… tranquila por fuera, pero debajo todo es turbulento.

Gabriel se levantó y fue tras ella.

—Y yo me siento como el río que intenta no salirse del cauce… —dijo con una sonrisa triste.

Ella lo miró. Muy cerca.

—¿Y si dejamos de compararnos con el paisaje y hablamos como dos personas que se extrañan?

Gabriel se quedó inmóvil. Después, dio un paso. Otro. Y la abrazó.

El abrazo no fue apresurado ni vacilante. Fue como el reencuentro de dos almas que habían estado aguardando el momento exacto para reconocerse otra vez. Valeria apoyó la cabeza sobre el pecho de Gabriel y pudo oír el latido de su corazón, firme y cálido, como si le susurrara que todo estaría bien.

—Te extrañé —murmuró ella.

—Yo nunca dejé de hacerlo —respondió él, con la voz quebrada por una emoción contenida demasiado tiempo.

Se quedaron así por varios minutos, hasta que el sol comenzó a elevarse y el calor se volvió más intenso. Volvieron a la manta, esta vez sentados más cerca. Valeria dejó que su mano rozara la de Gabriel, sin esconderlo.

—¿Sabes algo curioso? —dijo ella, jugueteando con una hebra de retama—. A veces sueño con este valle. Con las ferias, los bailes, la banda de música en San Sebastián. Pero nunca apareces en esos sueños. Y cuando despierto, lo primero que pienso es: ¿por qué no estaba él?

—Tal vez porque yo ya soy parte de tu realidad —dijo Gabriel, tomándole la mano.

Un instante de quietud los envolvió, pero fue interrumpido por el sonido de una moto que se acercaba por el camino.

Gabriel frunció el ceño.

—¿Quién será a esta hora?

La moto se detuvo unos metros más arriba. Era Samuel, uno de los jóvenes del caserío, con expresión preocupada.

—¡Gabriel! ¡Señorita Valeria! —gritó—. Doña Teodora… tuvo un mareo fuerte. La llevaron al centro de salud de La Esperanza.

El aire se volvió denso, como si el valle entero contuviera la respiración. Valeria se puso de pie de un salto.

—¿Está consciente? ¿Respiraba bien?

—Sí, sí, pero estaba muy pálida.

Valeria no lo pensó dos veces. En cuestión de minutos, ella y Gabriel estaban sobre la moto, rumbo al caserío. La conexión entre ellos, aún tibia, quedó suspendida en el aire, como una nota musical que no llegó a resolverse.




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