El eco de lo que su abuela le había dicho horas antes aún le martillaba el pecho. Las cartas. La casa de Palomar. La historia que nadie se atrevió a contar en voz alta.
—¿Qué hiciste, mamá? —murmuró—. ¿Y qué tanto quiere ocultar Don Ernesto?
Como si sus pensamientos la llamaran, Teodora abrió los ojos. Sus pupilas eran dos luceros cansados, pero firmes.
—Gabriel… —susurró con voz ronca.
—No, abuela. Soy yo, Valeria.
Teodora pestañeó con esfuerzo.
—Él debe ir contigo. No sola. No a esa casa.
Valeria apretó su mano.
—¿A la casa de Palomar?
La anciana asintió, respirando profundo.
—Tu madre escondió muchas verdades en esas paredes. Cuando las encuentres, sabrás por qué Don Ernesto no quiere que sepas. Y por qué… él le tenía tanto miedo a tu madre.
Valeria tragó saliva. No alcanzó a preguntar más, porque en ese momento, la puerta se abrió y Gabriel entró. Llevaba puesta una camisa clara, aún húmeda por la garúa fina de la madrugada.
—¿Cómo está? —preguntó, acercándose con respeto.
—Mejor —dijo Valeria—. Está despierta. Y lúcida.
Teodora alzó la mirada.
—Gabriel Aquino… —dijo con un deje de cariño en la voz—. Cuando eras niño, me traías hojas de guayusa pensando que eran flores. Hoy traes otra cosa. Fuerza. Y eso es lo que ella necesita.
Gabriel sonrió con tristeza.
—Estoy aquí para lo que haga falta, doña Teodora.
La anciana lo miró con firmeza.
—Entonces ve con ella. A la casa de Palomar. No demoren. Allí está la historia que los une… y la que podrían perder si no se atreven a enfrentarla.
El camino hacia Palomar estaba cubierto por la neblina matinal, espesa como un secreto no dicho. La trocha serpenteaba entre cafetales en flor y helechos gigantes que se abrían como abanicos verdes a cada lado. Gabriel manejaba en silencio, atento al camino, mientras Valeria observaba por la ventana, los pensamientos dando vueltas como mariposas negras en su pecho.
—Nunca me contaste que tenías familia allí —dijo él finalmente, rompiendo el silencio—. Palomar… suena a un sitio lleno de historia.
—Mi madre creció allí. Es una de esas haciendas viejas que Don Ernesto mantuvo cerrada desde que ella murió. —Hizo una pausa—. No sé qué esperar, Gabriel. Solo sé que mi abuela quiere que lo veamos juntos.
Gabriel le dirigió una mirada fugaz.
—Estoy contigo, Valeria. Pase lo que pase.
Las palabras quedaron flotando en el aire. Ella no respondió, pero sus dedos buscaron los de él, apenas rozándolos. Ese leve contacto bastó para apaciguar la tormenta en su interior.
Llegaron poco antes del mediodía. La casa de Palomar se alzaba entre árboles de capirona y guabas, rodeada por un terreno que alguna vez debió ser un jardín. Ahora, la vegetación lo había reclamado todo. Enredaderas cubrían parte de las paredes de adobe, y las ventanas estaban selladas con tablones viejos. Una cadena oxidada colgaba del portón principal.
Valeria sacó una pequeña llave de su bolsillo.
—Mi abuela me la dio hace años, cuando todavía creía que nunca volvería.
Abrieron la puerta con esfuerzo. Un crujido profundo resonó en el interior, como si la casa despertara de un sueño largo y pesado.
El aire olía a humedad y a madera vieja. En el recibidor, un retrato descolorido de una mujer joven colgaba torcido: era su madre, apenas reconocible. Valeria sintió un nudo en la garganta.
—¿Dónde buscar? —preguntó Gabriel.
—La biblioteca. O lo que fue la biblioteca. Según mi abuela, mamá solía esconder cosas entre los libros.
Entraron a una habitación pequeña, con estanterías cubiertas de polvo y moho. Gabriel encendió una linterna y enfocó los lomos carcomidos por el tiempo. Uno de los estantes parecía haber sido removido y vuelto a colocar. Valeria pasó los dedos por el borde y empujó ligeramente.
Un sonido hueco. Golpeó dos veces más, hasta que parte del revestimiento cedió, dejando ver una cavidad oculta. Dentro, una caja metálica.
La abrió con manos temblorosas.
Cartas. Decenas de cartas, todas dirigidas a su madre. Algunas firmadas por un nombre que Valeria no reconocía. Otras… por Don Ernesto.
—¿Qué demonios? —susurró Gabriel, tomando una de ellas.
—Son… advertencias. Y amenazas.
Valeria sacó un cuaderno encuadernado en cuero. Era un diario. Lo abrió. Una frase en la primera página le cortó la respiración:
"Si algo me sucede, sabrán que no fue por mi voluntad."
Gabriel leyó por encima de su hombro.
—Valeria, esto cambia todo.
Ella asintió, pálida.
—Mi madre… temía a Don Ernesto. Y trató de dejar rastro de lo que él hizo.
Un golpe seco en la puerta principal los sobresaltó.