Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XV

El amanecer pintaba el cielo del Valle del Milagro con tonos rosados, mientras una fina niebla se deslizaba sobre los cafetales. Valeria, de pie frente a la ventana del hospital, miraba sin ver el paisaje. El tic-tac del reloj sobre la pared del cuarto donde reposaba su abuela Teodora marcaba cada segundo con una parsimonia que le parecía cruel.

—Sigue igual —murmuró la enfermera al ingresar para tomar signos vitales—. No ha despertado, pero su pulso es fuerte.

Valeria asintió con una leve sonrisa. Tenía ojeras pronunciadas y los labios resecos. No se había movido del hospital desde que internaron a su abuela dos días atrás. Gabriel le había llevado café caliente y una muda de ropa la noche anterior. Pero ella apenas había probado bocado.

—Tienes que descansar, Vale —le había dicho él—. Tu abuela está estable, y tú necesitas estar bien para ella.

Pero Valeria no podía. No aún.

Se volvió hacia la cama. La anciana reposaba con el rostro apacible, como si durmiera entre los pliegues del tiempo. Tomó su mano con suavidad y, con la otra, sacó de su bolso un pequeño rosario de semillas de achiote que su abuela siempre llevaba colgado en la cabecera.

—Abuela… —susurró—. ¿Recuerdas cuando me decías que las plantas también escuchan? ¿Que si les cantas, florecen más bonitas? Pues yo ahora quiero cantarte con el corazón.

Y así, bajito, le entonó una canción que Teodora solía arrullar cuando ella era niña. La voz le temblaba, pero las palabras salían claras.

De pronto, un leve movimiento de los dedos de su abuela le erizó la piel.

—¡Abuela! —exclamó, inclinándose.

Los párpados de Teodora titilaron antes de abrirse apenas. Sus labios murmuraron algo inaudible.

Valeria apretó el timbre de llamado mientras le sujetaba la mano con fuerza. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas sin contención. La enfermera regresó con el médico y, tras una rápida revisión, le confirmaron lo que ya sabía:

—Está reaccionando. Su cuerpo está débil, pero está regresando —dijo el doctor con una sonrisa reconfortante.

Horas después, Gabriel llegó con una bolsa de naranjillas y una sopa caliente preparada por su madre.

—Parece que los milagros ocurren, incluso en el Valle del Milagro —bromeó, tratando de aligerar el ambiente.

Valeria lo abrazó sin previo aviso. Fue un abrazo largo, sincero, cargado de gratitud y de una tristeza que sólo él comprendía.

—Gracias por estar aquí —susurró ella.

—Siempre lo estaré —respondió Gabriel, apretándola contra su pecho.

Pero el respiro sería breve. Esa misma tarde, Valeria encontró una carta en el bolso de su abuela, cuidadosamente doblada dentro de un pañuelo bordado. La caligrafía era firme, antigua. Era de Don Ernesto.

Con el corazón latiendo con fuerza, salió del hospital en busca de respuestas.

Valeria caminaba con paso firme por la vereda empedrada que conducía al viejo caserón de los Paredes, donde aún residía Don Ernesto. En su mano llevaba la carta cuidadosamente doblada; en su pecho, el latido acelerado de una mezcla de enojo y miedo.

El sol comenzaba a ocultarse tras las montañas, tiñendo de oro las copas de los árboles de guayusa y cedro. El aroma del aire húmedo, mezclado con las flores de sachapapa y el café recién recolectado, la envolvía. A lo lejos, las aves de la tarde comenzaban su canto de despedida.

La fachada de la antigua hacienda se alzaba sólida, aunque desgastada por los años. El portón de madera, tallado con motivos selváticos, aún conservaba su imponente presencia. Valeria golpeó dos veces con fuerza. Nadie respondió.

Cuando estaba por golpear una tercera vez, el sonido del cerrojo girando la hizo contener el aliento.

—Valeria —dijo Don Ernesto al abrir, con una expresión inescrutable—. No esperaba verte tan pronto.

Ella alzó la carta y lo miró directamente a los ojos.

—¿Podemos hablar?

El viejo la observó en silencio unos segundos antes de hacerse a un lado.

—Adelante.

La casa tenía el mismo olor a madera vieja y alcanfor que ella recordaba. Las fotografías familiares colgaban de las paredes junto a antiguos diplomas y un retrato de sus bisabuelos. Se sentaron frente a frente en la sala, donde el aire parecía pesar más que en otros lugares.

—Encontré esto entre las cosas de mi abuela —dijo, extendiendo la carta.

Don Ernesto la tomó con manos lentas y la desplegó. No parecía sorprendido.

—La escribí hace años, pero nunca se la entregué —dijo—. Tal vez ella la encontró por su cuenta.

—¿Por qué hablás de mamá en esta carta? ¿Por qué decís que mi padre… no era quien yo creía?

Don Ernesto suspiró profundamente y desvió la mirada hacia la ventana.

—Tu madre… fue la única de mis sobrinas que tuvo el valor de oponerse a mí. Se casó con un hombre que trabajaba en los cafetales. Un hombre bueno, pero pobre. Yo no aprobé esa unión. Pensé que lo hacía por rebeldía, por huir de todo lo que le ofrecíamos aquí. Pero me equivoqué, y por orgullo, la alejé.




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