El cielo del Valle del Milagro amanecía cubierto de nubes bajas, como si la selva también presintiera el peso que cargaba el corazón de Valeria. Desde muy temprano, los sonidos del hospital se entrelazaban con el canto de los loros y el rumor lejano del río que bordeaba la ciudad. Teodora seguía internada, pero los médicos, con sus rostros reservados, no ofrecían aún respuestas concretas. Gabriel no se había apartado de Valeria ni un solo día, manteniéndose a su lado con esa mezcla de ternura y fortaleza que ella recordaba de su juventud.
—Hoy el doctor me dijo que quizá puedan hacerle nuevos exámenes en Tarma —comentó Valeria, sentada al borde de la cama de su abuela—. Pero el traslado podría ser riesgoso.
—Haremos lo que sea necesario —respondió Gabriel, que había llegado hacía unos minutos con una pequeña canasta de frutas y panecillos caseros—. Y no estás sola en esto, Valeria. Me tienes a mí.
Ella lo miró con gratitud. Había días en los que sentía que su mundo se desmoronaba y, sin embargo, cada vez que veía a Gabriel entrar por esa puerta, con la camisa ligeramente abierta por el calor y la mirada sincera, todo parecía menos terrible.
—¿Sabes? —dijo ella con un suspiro—. Nunca imaginé volver y enfrentarme con tantas emociones juntas. Mi abuela enferma, los conflictos con Ernesto… y tú. Tú aquí, de nuevo, como si el tiempo no hubiera pasado.
—Pero pasó, Valeria. Y en esos años, te extrañé más de lo que puedo decir —Gabriel se sentó frente a ella, sin apartar los ojos—. No voy a mentirte: me dolió tu partida. Me costó seguir adelante. Pero ahora estás aquí. Y tal vez... tal vez podamos empezar de nuevo.
Ella bajó la mirada, incapaz de sostener la intensidad de su voz. Sí, lo había amado en silencio durante todos esos años. Sí, lo había buscado en los gestos de otros hombres, sin encontrar jamás el mismo brillo honesto que él tenía.
Pero había un obstáculo mayor.
—Gabriel… Don Ernesto vino a buscarme. Quiere hablar conmigo. Dice que está dispuesto a llegar a un acuerdo respecto a las tierras de mi abuela.
El semblante de Gabriel se endureció.
—¿Ahora sí quiere negociar? Qué conveniente… justo cuando doña Teodora está enferma y tú estás aquí, sin experiencia legal, sin apoyo.
—No estoy sola. Te tengo a ti —Valeria lo tomó de la mano—. Pero necesito saber la verdad, Gabriel. ¿Qué pasó realmente entre mi familia y él?
Gabriel apretó los labios. Aquella era una historia que muchos en el Valle conocían a medias, pero que pocos se atrevían a contar con claridad.
—Está bien. Te lo contaré todo. Pero no aquí. Esta noche, después de visitar a tu abuela, te llevaré a los cafetales. Hay algo que quiero mostrarte.
—¿Los cafetales? ¿A estas horas?
—Confía en mí, Valeria. Algunas verdades solo pueden contarse bajo la sombra de los guabas y los cafetos.
Esa noche, el cielo del Valle del Milagro se despejó, y la luna colgaba blanca y redonda sobre las copas de los árboles. El aire olía a tierra húmeda, a hojas recién agitadas por el viento y a flores nocturnas que despertaban bajo el rocío.
Gabriel condujo su camioneta por el camino de tierra que llevaba a los antiguos cafetales de los Aquino. Durante años, aquellas tierras habían sido el orgullo de su familia, y también el motivo de disputas con los Paredes, especialmente con don Ernesto. Aquel terreno fértil que parecía brotar café incluso del aire era una joya que ambos clanes se disputaban silenciosamente desde generaciones atrás.
—Aquí es —dijo Gabriel, deteniendo el vehículo cerca de un pequeño claro donde un cobertizo antiguo aún se mantenía en pie—. Ven, quiero que veas algo.
Valeria descendió con cuidado. El suelo crujía bajo sus zapatos y las luciérnagas titilaban entre las ramas, como pequeñas almas flotando en la espesura. Gabriel la guió hacia el cobertizo, donde encendió una lámpara de kerosene. La luz amarilla iluminó unas viejas cajas, herramientas de labranza, y un baúl de madera oscura.
—Este lugar era de mi abuelo —comenzó Gabriel—. Aquí secaban el café artesanalmente, antes de que mi padre comenzara a exportarlo. Tu abuela venía con frecuencia a visitarlo. No lo sabías, ¿verdad?
Valeria negó con la cabeza.
—¿Mi abuela? ¿Por qué?
—Porque se amaban —dijo Gabriel con serenidad—. Antes de que tu abuela se casara, estuvo enamorada del abuelo Gregorio Aquino. Pero las familias se opusieron. Especialmente don Ernesto, que ya entonces tenía una mentalidad mezquina y calculadora. No soportaba que Teodora quisiera casarse con un Aquino.
Valeria sintió un nudo en la garganta.
—¿Entonces… la enemistad comenzó por un amor no correspondido?
—No fue solo eso. Cuando tu abuela decidió casarse con otro hombre, Ernesto la obligó a renunciar a la mitad de las tierras que le correspondían como heredera. Dijo que necesitaba proteger el patrimonio familiar. Desde entonces, ha hecho todo para mantener su poder. Pero nunca le perdonó a tu abuela haber elegido a su manera.
Valeria se sentó sobre una vieja banca, visiblemente afectada.
—Entonces todo esto... no es solo por tierras o dinero. Es por una historia inconclusa que aún pesa sobre nuestras familias.