La tarde cayó sobre el Valle del Milagro con una dulzura húmeda. Las nubes, que por horas se habían agrupado en lo alto de la montaña, finalmente comenzaron a soltar una llovizna suave que empapaba la tierra sedienta. Las hojas de los cafetales brillaban bajo las gotas, y el olor a tierra mojada llenaba el aire como una promesa antigua.
Valeria caminaba por el sendero que bajaba hacia la chacra de Gabriel. Llevaba un paraguas cerrado en la mano, pero no lo usaba. De alguna manera, la lluvia no la molestaba. La sentía como parte de ese regreso, como si el Valle la abrazara lentamente y le hiciera recordar lo mucho que había extrañado su hogar.
Desde el hospital, la noticia del leve retroceso en el estado de salud de su abuela Teodora la había dejado en un estado de preocupación silenciosa. El médico hablaba de estabilidad, pero también de fragilidad. A sus casi ochenta años, cada día era un regalo. Valeria lo sabía, y por eso se aferraba con más fuerza al tiempo compartido, a cada palabra, cada gesto.
Pero esa tarde, necesitaba respirar. Gabriel se había ofrecido a acompañarla, y ella, después de dudarlo un momento, aceptó. La chacra de los Aquino estaba a pocos kilómetros del pueblo, rodeada de un bosque que olía a guayaba y a cítricos silvestres.
—¿Seguro que quieres caminar con esta lluvia? —preguntó Gabriel cuando la alcanzó en el cruce del camino.
Valeria lo miró y sonrió apenas.
—Me hace bien... Me recuerda que todo sigue creciendo.
Él asintió. Caminaban lado a lado, sin necesidad de decir mucho. El silencio entre ellos no era incómodo; era una pausa necesaria, como cuando un río baja con fuerza y de pronto se detiene en una poza tranquila.
—¿Recuerdas cuando nos escapamos al río para ver los peces arcoíris? —dijo Gabriel de pronto, rompiendo el silencio con una voz cargada de nostalgia.
Valeria soltó una risa breve.
—Claro que sí. Nos empapamos igual que hoy. Y tú casi te caes tratando de atrapar uno.
—Me caí —corrigió él, riendo también—. Pero dijiste que parecía un héroe de leyenda.
—Eras mi héroe. En ese momento.
Las palabras se quedaron flotando entre ellos. Gabriel bajó la mirada. Había algo nuevo en Valeria, una mezcla de ternura y fuerza. Ya no era la adolescente de mirada tímida; era una mujer que había aprendido a sostener la vida con sus propias manos.
—Y ahora... ¿quién es tu héroe? —se atrevió a preguntar, con una sonrisa ladeada.
Ella no respondió de inmediato. Solo lo miró, detenida bajo la sombra de un gran árbol de guabas, y dijo:
—No busco héroes. Busco verdad.
Gabriel tragó saliva. En esos ojos había algo que lo desarmaba.
—Entonces —dijo con voz baja—, solo puedo ofrecerte la mía.
Los dos permanecieron allí, bajo el árbol, mientras la lluvia aumentaba su ritmo sobre las hojas y la tierra. Valeria no se movía, como si en ese momento hubiese algo que necesitaba escuchar más allá de las palabras. Gabriel la miró en silencio. Sabía que no bastaba con confesar sentimientos, no cuando había tanto no dicho, tantos años perdidos, heridas abiertas.
—Cuando te fuiste, sentí que el Valle se apagaba —dijo él finalmente—. No hubo una sola semana en que no pensara en escribirte, en buscarte. Pero no lo hice. Me paralizó la rabia. Y el miedo.
—Yo también tuve miedo —respondió Valeria, bajando la mirada—. Creí que si volvía, todo seguiría igual… que nadie habría cambiado. Pero lo hicimos, ¿verdad?
Gabriel asintió.
—Sí. Cambiamos. Pero hay cosas que no cambian. Como lo que siento por ti.
Valeria sintió cómo su corazón latía con fuerza, pero se obligó a mantener la calma. No podía dejarse llevar solo por las emociones. Había una realidad que debía enfrentar: su abuela estaba delicada, su familia seguía rota, y Don Ernesto Paredes, con su aire de autoridad intacta, había vuelto a ser un obstáculo que pesaba sobre todos.
—Gabriel, no sé si podemos retomar lo que hubo —dijo ella con honestidad—. Hay tanto por resolver… y aún no sé si debo quedarme.
Él la observó con una seriedad suave, como si la entendiera sin juzgar.
—No te pido que decidas ahora. Solo que no cierres tu corazón antes de tiempo. Este Valle guarda más respuestas de las que crees.
Esa noche, Valeria volvió al hospital. Teodora dormía con el rostro relajado, aunque su respiración era algo irregular. En la mesita, Valeria dejó una infusión tibia de hierba luisa. Las luces tenues del pasillo se filtraban por la rendija de la puerta, y el sonido de la lluvia seguía acompañando su vigilia.
—Abuela, si supieras todo lo que está pasando… —susurró Valeria, tomando su mano con delicadeza—. A veces me pregunto si hicimos bien en volver. Pero después miro tu rostro, y recuerdo por qué estoy aquí.
Teodora no respondió, pero movió los dedos, como si la escuchara desde algún rincón de la conciencia.
Valeria miró por la ventana. En el reflejo, pensó por un instante haber visto la silueta de Don Ernesto parado bajo un farol. Se acercó con cuidado, pero al asomarse, no había nadie. Solo el sonido del agua escurriendo por los techos y los pasos de algún enfermero en el corredor.