La mañana siguiente trajo una bruma espesa sobre el Valle del Milagro. Las hojas del café goteaban rocío, y el aroma a tierra húmeda llenaba el aire. Valeria se despertó temprano, luego de una noche agitada. Había soñado con su niñez: Teodora tejiendo en el portal, los cantos de la misa del domingo, Gabriel corriendo detrás de una cometa en el campo. Todo tan vívido, tan cercano.
En el hospital, Teodora aún dormía. El médico le indicó que el cuadro se había estabilizado, pero que debían mantenerse vigilantes. Valeria, con una mezcla de alivio y temor, tomó la decisión de llevarla a casa una vez que fuera posible. Sabía que su abuela merecía pasar sus días rodeada de su tierra, su jardín de heliconias, su hamaca tejida por artesanos de Perené.
Mientras caminaba por el mercado de la plaza, recolectando hierbas medicinales y frutas frescas, sintió que muchas miradas la seguían. Algunos la saludaban con respeto; otros, con cautela. La noticia del enfrentamiento verbal con Don Ernesto había corrido como el agua por los canales de riego.
—¡Se ha puesto valiente la nieta de Doña Teodora! —le dijo una vendedora de plátanos, con una sonrisa cómplice—. Ya era hora de que alguien pusiera en su sitio al viejo Paredes.
Valeria sonrió, pero no respondió. No quería conflictos. Solo justicia. Y paz.
Esa tarde, Gabriel la acompañó al cafetal. Necesitaban hacer una revisión del terreno antes de coordinar una reunión con los pequeños agricultores del sector. Él llevaba un cuaderno de campo; ella, una grabadora y una pequeña libreta con anotaciones sobre las costumbres medicinales locales que su abuela le había enseñado.
—Aquí está creciendo un hongo raro —le dijo Gabriel, agachándose junto a una raíz—. Puede ser peligroso si se extiende. He estado pensando en proponer una alianza con un laboratorio ecológico que está operando en Oxapampa.
—¿Crees que aceptarán? —preguntó Valeria.
—Si Don Ernesto no se interpone… sí. Pero es probable que lo intente.
Valeria asintió. El tío abuelo parecía decidido a mantener todo bajo su control: tierras, decisiones, relaciones. Pero el Valle estaba cambiando, y la gente también. Cada vez más jóvenes regresaban con estudios, nuevas ideas, esperanza.
—¿Y tú? —dijo Gabriel, mirándola—. ¿Te quedarás?
Ella bajó la mirada, recogiendo una flor silvestre caída.
—No lo sé todavía. Pero cada día tengo menos razones para irme.
Gabriel la tomó de la mano. No hicieron falta más palabras.
Un par de días después, se realizó una asamblea en la comunidad. En un galpón grande decorado con banderines de colores y bancos de madera, se congregaron campesinos, comerciantes y líderes comunales. El tema era claro: el futuro de la producción agrícola, y la participación de nuevos proyectos sostenibles.
Gabriel expuso con claridad. Valeria también habló, explicando los beneficios sociales de una red de salud comunitaria y cómo la medicina tradicional podía articularse con la moderna. Hubo aplausos, preguntas, y finalmente, una aprobación simbólica.
Pero Don Ernesto no asistió. Más tarde, Valeria supo que había organizado una reunión paralela con algunos hacendados que no confiaban en los cambios. El conflicto estaba servido.
—No va a rendirse —dijo Teodora, desde su mecedora, días después—. Mi primo siempre ha sido terco. Pero también tiene miedo. Miedo de perder el poder que lo define.
Valeria, que estaba moliendo hojas de guanábana para preparar una cataplasma, se quedó pensativa.
—¿Y si no es suficiente con tener razón?
—A veces, hija, no se trata de tener razón, sino de no perder el alma en la lucha —respondió Teodora con su voz pausada.
El día que Teodora fue dada de alta, todo el Valle pareció respirar con ella. Los vecinos decoraron la entrada de su casa con papelillos y flores tropicales. Incluso los niños del barrio llegaron con una canasta de yucas y otra de maracuyás.
Gabriel ayudó a acondicionar el cuarto con una camilla especial, y Valeria colocó un altar con fotografías antiguas y un ramo de azucenas del monte. Al atardecer, mientras los últimos rayos se colaban por las ventanas, Teodora tomó la mano de su nieta.
—Este es tu lugar, Valeria. No dejes que nadie te diga lo contrario.
Pero la calma no duró. Esa misma noche, un grupo de desconocidos ingresó al cafetal de Gabriel y provocó un pequeño incendio en uno de los almacenes. No hubo pérdidas humanas, pero sí daños materiales. La comunidad entera se enteró al día siguiente. Nadie dijo nada abiertamente, pero todos sabían quién podía estar detrás.
—No puedo acusarlo sin pruebas —dijo Gabriel, con el rostro sombrío—. Pero esto no fue casualidad.
Valeria se sintió invadida por una mezcla de impotencia y rabia. Ya no se trataba solo de un conflicto de ideas, sino de una amenaza directa.
—Entonces hay que actuar con más firmeza —dijo ella—. No vamos a retroceder ahora.
Gabriel asintió. A su lado, ella era más que un amor del pasado. Era una compañera de lucha, una presencia que lo fortalecía.
El capítulo cerró con una escena poderosa. Valeria se encontraba de pie sobre el puente colgante de San Sebastián. El mismo donde, años atrás, habían hecho una promesa de amor. A su lado, Gabriel la tomó de la mano.