Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XIX

El aire en el Valle del Milagro se tornaba más denso a medida que se acercaba la festividad de San Sebastián. Las calles de piedra, adornadas con guirnaldas de flores de la selva y banderines multicolores, comenzaban a llenarse con el bullicio de los preparativos. El aroma del juane, la cecina ahumada y los panes de yuca se mezclaba con la fragancia penetrante de los lirios silvestres que florecían cerca del río.

Valeria caminaba por la vereda junto al hospital, aún con la sensación de la mano de su abuela entre las suyas. Aunque Teodora permanecía internada, sus signos vitales mostraban una leve mejora. El médico había hablado de “un giro inesperado y positivo”, pero Valeria sabía que la verdadera medicina que sostenía a su abuela era el amor profundo por su tierra y por su familia.

—Ya puedes hablar, abuelita —le había susurrado la noche anterior, mientras acariciaba su frente arrugada—. Pero no es necesario que digas nada… yo te escucho aunque guardes silencio.

Y era verdad. Valeria, como en su niñez, entendía las emociones de Teodora en sus gestos, en la manera en que entreabría los ojos cuando mencionaban a Gabriel, o cómo presionaba suavemente su mano al oír el nombre de Ernesto.

Desde su encuentro con Don Ernesto en el puente colgante de San Sebastián, algo había cambiado en Valeria. La sombra de su tío abuelo parecía extenderse sobre más aspectos de su vida de los que imaginaba. Gabriel, por su parte, se mostraba más hermético. Aunque no se alejaba, sus silencios eran más prolongados, y su mirada, más esquiva.

Esa mañana, lo encontró en el huerto experimental, una pequeña parcela cerca del caserío que usaban para cultivar nuevas variedades de cacao resistentes al hongo monilia. Gabriel estaba inclinado sobre un surco, observando con detalle las hojas de una planta joven.

—Buenos días, Gabriel —dijo ella, manteniendo la voz serena.

Él alzó la vista y le regaló una sonrisa tenue, cargada de nostalgia.

—Valeria… ¿cómo sigue doña Teodora?

—Un poco mejor. Hoy me reconoció con los ojos. Creo que está volviendo.

Gabriel asintió en silencio. Ella lo observó. Llevaba la camisa remangada, los brazos salpicados de tierra, el cabello revuelto por la brisa templada del valle.

—Me han contado que tu proyecto con los productores va avanzando —comentó ella, buscando retomar ese lazo que antes parecía natural entre ellos.

—Sí. La cooperativa aceptó el financiamiento. Vamos a instalar una planta de secado y fermentación en el lado oeste. Cerca de las tierras que antes eran de tu abuelo.

Valeria guardó silencio. Ese “antes” pesaba. Las tierras que alguna vez fueron de don Arturo Paredes, su abuelo, habían pasado a manos de su hermano Ernesto bajo circunstancias nebulosas. Era uno de los tantos secretos que su abuela aún no había querido revelar del todo.

—¿Puedo ayudarte con algo? —preguntó ella, acercándose al borde del surco.

Gabriel la miró. En sus ojos oscuros danzaba algo más que sorpresa. Tal vez esperanza.

—Siempre puedes ayudarme, Valeria. Solo con estar aquí.

Ella sonrió, y el peso de los últimos días pareció disiparse un poco.

Esa tarde, mientras el sol comenzaba a inclinarse hacia las montañas que rodeaban el Valle del Milagro, Valeria regresó al hospital con un nudo en el pecho. Aunque su conversación con Gabriel le había devuelto una brizna de paz, algo la inquietaba. Era como si cada paso que daba la acercara a una verdad largamente enterrada.

Al llegar a la habitación, encontró a la enfermera cambiando el suero de Teodora. La anciana dormía, respirando con dificultad, pero su semblante era más sereno que en días anteriores. Sobre la mesita, descansaba una pequeña caja de madera tallada que no estaba allí antes. Tenía grabadas unas iniciales en el centro: “A.P.”

—¿Esto lo trajo alguien? —preguntó Valeria.

—No —respondió la enfermera—. Estaba entre las mantas de la señora. Quizás alguien lo puso en la mañana.

Intrigada, Valeria esperó a estar sola para abrirla. El interior contenía cartas amarillentas, dobladas con esmero, y un pañuelo bordado con el nombre de su abuelo: Arturo Paredes. En una de las cartas, reconoció la caligrafía firme y delicada de su abuela.

Comenzó a leer, y el mundo pareció detenerse.

"A mi amado Arturo,"
"Si estás leyendo esto, quizás ya no estoy contigo, o quizás el tiempo nos ha llevado por rumbos distintos. Pero hay una verdad que ya no puedo seguir callando. Don Ernesto nunca fue leal a ti. La hacienda El Ceibo no se perdió por la sequía ni por deudas, sino por una traición firmada en papeles y sellada con una amenaza..."

Valeria se cubrió la boca con una mano. El temblor en sus dedos la obligó a sentarse. El resto de la carta era aún más doloroso: hablaba de acuerdos turbios, de documentos falsificados, y del silencio que su abuela había guardado para proteger a sus hijos.

—¿Qué más has callado, abuelita? —susurró, mirando a Teodora—. ¿Qué más te pesa?

Como si la escuchara, la anciana entreabrió los ojos. La voz salió como un murmullo leve, pero claro:

—Don Ernesto… nos quitó todo… pero no… el corazón.




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