El beso entre Valeria y Gabriel no fue un escape, sino una reafirmación. En él se conjugaron las estaciones perdidas, los silencios que se dijeron demasiado tarde y los sentimientos que el tiempo, lejos de marchitar, había fortalecido. Cuando se separaron, sus rostros permanecieron cerca, respirando el mismo aire, compartiendo el mismo temblor.
—Esto… —murmuró Valeria, aún con los ojos cerrados—. Esto es real, ¿verdad?
Gabriel sonrió, acariciándole la mejilla con el dorso de los dedos.
—Tan real como el Valle del Milagro al amanecer.
Valeria soltó una risa suave y bajó la mirada.
—No sé qué nos espera. Mi tío abuelo, el pueblo… lo que venga con la enfermedad de mi abuela. Pero por primera vez en años, siento que estoy en el lugar correcto.
—Y yo —dijo Gabriel— en el momento exacto.
A la mañana siguiente, Valeria visitó a Teodora en la clínica. Su abuela estaba más lúcida, aunque con un leve temblor en las manos. Le sonrió al verla entrar, con ese brillo malicioso que siempre tenía cuando adivinaba algo antes de tiempo.
—¿Y cómo amaneció ese corazón? —preguntó sin rodeos.
Valeria le devolvió la sonrisa, sentándose a su lado.
—Confuso… pero esperanzado.
Teodora soltó una risa breve.
—El amor tiene la mala costumbre de llegar cuando más revuelto está todo. Pero a veces… es en medio del caos donde más florece.
Valeria le acarició la mano con ternura.
—¿Cómo estás tú, abuela?
—Más cerca de los recuerdos que de los días —respondió con calma—. Pero tranquila. Si algo me inquietaba, era dejarte sola. Y ahora veo que estás bien acompañada.
La joven no supo qué decir. Se limitó a asentir, con los ojos húmedos. Teodora, sin embargo, mantuvo la compostura.
—No temas a Don Ernesto —dijo de pronto—. Sé que ha sido duro, intransigente, pero no siempre fue así. Fue un hombre herido… y eligió endurecerse. No permitas que haga lo mismo contigo.
En otro rincón del Valle, Don Ernesto Paredes cabalgaba entre sus plantaciones. El aire de la selva lo azotaba con olor a fruta madura y tierra mojada. A su edad, aún recorría sus tierras con el mismo celo de cuando era joven. Pero algo lo inquietaba: el rostro de Valeria, su obstinación, esa dulzura indoblegable que tanto le recordaba a su hermana, la madre de la muchacha.
Se detuvo junto al viejo mirador del río, donde de niño había soñado con construir un imperio agrícola. Sacó un pequeño retrato del bolsillo interior de su chaqueta: una fotografía descolorida de su hermana y él, en su juventud.
—Perdóname, Rosa —susurró—. Tal vez no he sido justo.
En ese instante, Jacinta se acercó por el sendero.
—¿Se encuentra bien, Don Ernesto?
Él guardó la foto con rapidez.
—Sí, sí… Solo recordaba.
Jacinta le tendió una carta.
—Es del abogado. Quería que la leyera cuanto antes.
Don Ernesto la tomó y, tras leer las primeras líneas, su rostro se endureció.
—La muchacha está moviendo papeles. Quiere revisar la herencia de su madre… esto no se va a quedar así.
Valeria se reunió esa misma tarde con el abogado de la familia, el doctor Aguirre, un hombre mayor y pausado que había servido a los Paredes durante más de tres décadas.
—Señorita Valeria, lo que solicita es legítimo —le dijo, tras revisar unos documentos—. Su madre tenía participación sobre estas tierras. Al fallecer, su parte pasó directamente a usted, aunque nunca fue formalizada del todo.
Valeria se llevó una mano a la frente.
—¿Y por qué nunca me lo dijeron?
—Porque Don Ernesto tiene poder, y durante años nadie se atrevió a contrariarlo. Hasta ahora.
—Pues es momento de poner las cosas en orden —dijo ella, decidida.
Esa noche, Valeria volvió a casa con Gabriel. Se sentaron en el jardín trasero, bajo las estrellas, escuchando el canto de las ranas y los sonidos nocturnos del bosque.
—Hoy vi a mi abogado —le contó—. Parece que legalmente tengo derecho a una parte de la hacienda. Y pienso ejercerlo.
Gabriel la miró con admiración.
—Sabes que eso te pondrá frente a frente con Don Ernesto.
—Lo sé. Pero no puedo seguir escondiéndome. No si quiero quedarme aquí, en el Valle del Milagro. No si quiero construir algo verdadero contigo… con mi gente.
Gabriel se acercó y tomó su rostro entre las manos.
—No estás sola. Si decides enfrentarlo, estaré contigo.
Valeria cerró los ojos.
—Gracias.
En la clínica, Teodora recibió la visita de una mujer menuda, con el cabello recogido y un andar silencioso: Jacinta. Había servido a los Paredes durante cuarenta años y, aunque discreta, siempre había estado al tanto de todo.
—Doña Teodora —susurró, sentándose junto a la cama—. Le ruego me perdone si me entrometo, pero creo que Valeria está despertando cosas buenas en Don Ernesto. Tal vez no lo diga… pero lo siente.