Tu Bello CorazÓn

CAPÍTULO XXI

La bruma matinal se disipaba lentamente sobre el Valle del Milagro. Desde la habitación del hospital donde se encontraba doña Teodora, el murmullo del río y el trinar de las aves llegaban como un eco distante de la vida que continuaba afuera. Valeria había pasado la noche en un sillón rígido, con la cabeza recostada junto a la cama de su abuela, aferrándose a cada pequeño gesto de recuperación.

—No te preocupes, hija —murmuró doña Teodora con voz débil—. Las raíces fuertes no se quiebran con cualquier viento.

Valeria se incorporó, le tomó la mano con ternura y esbozó una sonrisa que apenas disfrazaba su cansancio.

—Eso espero, abuela. Porque no sabría cómo seguir si tú no estuvieras aquí.

La anciana apretó sus dedos con una fuerza que sorprendió a Valeria. A pesar de los años y la enfermedad, su espíritu seguía invencible.

Más tarde, mientras los médicos revisaban los signos vitales de Teodora, Valeria salió al pasillo y se topó con Gabriel, quien había llevado un termo con café y panecillos recién horneados del mercado.

—Pensé que podrías necesitar esto —dijo él, extendiéndole el termo—. Se ve que no dormiste nada.

—Gracias, Gabriel. Has sido un apoyo constante en estos días. No sé cómo agradecerte.

Él ladeó la cabeza, con esa expresión que siempre la había desarmado: mezcla de ternura y vulnerabilidad.

—No tienes que agradecerme nada, Valeria. Estoy aquí porque quiero estar contigo. Porque tú... —hizo una pausa breve, como si se debatiera internamente—... tú aún significas mucho para mí.

Ella desvió la mirada, sintiendo cómo sus emociones se arremolinaban en el pecho. Lo que habían compartido de adolescentes parecía volver con cada palabra, cada gesto. Y sin embargo, el peso del pasado todavía pendía entre ellos como una nube cargada de secretos.

Cuando regresaron a la habitación, la encontraron vacía. Valeria se alarmó, pero una enfermera se apresuró a calmarla: la abuela Teodora había sido llevada a hacer unos exámenes de rutina.

Aprovechando el momento, Gabriel sugirió que salieran a tomar aire. Caminando entre los jardines del hospital, bajo un sol que ya calentaba con fuerza, llegaron a una pequeña banca desde donde se divisaba parte del valle.

—¿Recuerdas cuando subíamos al cerro San Mateo a recoger orquídeas silvestres? —preguntó Gabriel de pronto, rompiendo el silencio.

Valeria asintió, y una risa suave escapó de sus labios.

—Tú decías que cada flor tenía una historia y que podías escucharlas si ponías atención.

—Y tú te reías de mí —dijo él, fingiendo reproche—. Pero no te imaginas cuántas veces volví a ese cerro después de que te fuiste. Esperando… no sé, encontrar una señal tuya en alguna flor.

Valeria bajó la mirada. Era doloroso y hermoso a la vez saber cuánto la había extrañado.

—Me fui por miedo, Gabriel. Por la enfermedad de mi madre, por las presiones de la familia. Y cuando volví... todo parecía haber cambiado.

—No todo cambió —murmuró él—. Yo seguía aquí. Y mi amor por ti... nunca se fue.

Ella se quedó en silencio, sin saber cómo responder. En su corazón, las barreras empezaban a ceder, pero aún faltaban verdades por salir a la luz.

Al regresar al hospital, un hombre los esperaba a la entrada del pabellón. Era don Ernesto Paredes, el temido tío abuelo de Valeria. Vestía de impecable blanco, con su bastón de madera tallada y una mirada tan afilada como un cuchillo.

—Valeria, necesitamos hablar —dijo con voz seca—. Es hora de que sepas lo que tu madre nunca quiso contarte.

Hasta aquí este primer fragmento del Capítulo 15. En el siguiente fragmento, continuaré con la conversación crucial entre Valeria y Don Ernesto, donde se revelarán secretos del pasado que afectarán su presente y futuro con Gabriel.

Valeria dudó un instante antes de asentir. El tono de voz de don Ernesto no dejaba lugar a réplica. Miró a Gabriel, y él le devolvió una mirada de apoyo.

—Te esperaré aquí —dijo él en voz baja, con una leve inclinación de cabeza.

Don Ernesto condujo a Valeria hacia un corredor lateral del hospital, y finalmente entraron en una pequeña sala de espera que estaba vacía. Las paredes, pintadas de verde claro, parecían atestiguar conversaciones difíciles. El anciano se sentó con lentitud y dejó su bastón apoyado contra la silla.

—No suelo hablar del pasado, pero he llegado a una edad en la que el silencio ya no sirve —empezó—. Tu madre, Clara, fue una mujer noble, aunque ingenua en muchos sentidos.

Valeria frunció el ceño.

—¿A qué se refiere, tío?

Don Ernesto la miró fijamente.

—A tu padre. A lo que ocurrió entre nuestra familia y los Aquino. A lo que nunca te contaron para “protegerte”, pero que ahora te impide ver con claridad.

Valeria sintió un nudo formarse en el estómago.

—¿Qué quiere decir?

—Que tu padre, Luis Paredes, no murió de un accidente cualquiera. Fue asesinado. Y fue un conflicto entre haciendas lo que lo condenó. La disputa entre nuestra familia y la de Gabriel tiene raíces más profundas de lo que crees.

La sangre se le heló. Valeria abrió los ojos con incredulidad.

—¿Está diciendo que… los Aquino tienen algo que ver?

—No directamente. Pero su abuelo, don Renato Aquino, sí. Fueron años de rivalidad, de tierras y aguas disputadas. Hubo amenazas. Y una noche, tu padre no regresó. Su cuerpo apareció días después, cerca del río. Y aunque nunca se probó nada, todos en la familia supimos quién fue el responsable.

—Eso no tiene sentido… —Valeria se levantó de golpe, temblando—. Gabriel no tiene la culpa de lo que hayan hecho sus mayores.

—Claro que no —admitió el anciano, con una leve muestra de humanidad en su rostro—. Pero debes entender que nuestras familias llevan décadas atrapadas en este ciclo de odio y desconfianza. Y tú, al enamorarte de ese muchacho, estás reviviendo lo que se intentó evitar.

Valeria se quedó en silencio. La verdad la abofeteaba desde todas las direcciones. Su padre asesinado. Su madre callando. Su familia enfrentada a la de Gabriel. Y en medio de todo, su amor por él, vibrante, real, palpitando con más fuerza que nunca.




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