Salieron del hospital sin intercambiar palabras por unos minutos. El aire de la tarde en el Valle del Milagro se tornaba espeso, como si el clima también presintiera el peso del momento. El cielo empezaba a teñirse de tonos ámbar y púrpura mientras los sonidos de los mototaxis se mezclaban con los murmullos de los árboles.
Gabriel la miró de reojo mientras caminaban hacia el parque central.
—¿Quieres que vayamos a algún lugar más tranquilo? —preguntó con delicadeza.
Valeria asintió. Cruzaron la plaza y se dirigieron hacia una pequeña banca junto a la glorieta del parque, donde una vieja orquesta típica ensayaba tonadas de antaño, sin micrófonos ni altavoces, solo con el alma de los instrumentos.
—Gabriel —comenzó ella, girándose para mirarlo—. Mi tío abuelo me dijo cosas... cosas difíciles de procesar.
—Lo supuse —murmuró él—. Siempre supe que algún día te hablarían de lo que ocurrió entre nuestras familias.
Valeria lo miró fijamente, con dolor en los ojos.
—¿Qué sabes tú?
Gabriel inspiró hondo.
—Mi abuelo, Renato Aquino, era un hombre duro. No justifico lo que hizo, ni siquiera tengo pruebas concretas de que haya estado involucrado en lo que pasó con tu padre. Pero desde pequeño escuchaba a escondidas las discusiones, los reproches, las amenazas. Las familias estaban divididas por la tierra, por el agua de riego, por viejos resentimientos. Y a veces pienso que nadie quiso detener la espiral de rencor.
—Mi madre nunca me lo dijo —murmuró Valeria, con un nudo en la garganta—. Me hizo creer que papá murió por un accidente en la carretera.
Gabriel se inclinó hacia ella, su expresión era de ternura, pero también de tristeza.
—No fuiste tú quien causó esa tragedia. Ni yo. Lo que sentimos… no debería pagar por los errores de quienes nos precedieron.
Valeria bajó la mirada. Sentía que su corazón latía demasiado fuerte, como si su pecho ya no pudiera contener tanta confusión.
—¿Y si nos estamos engañando? —preguntó, con la voz quebrada—. ¿Y si solo estamos repitiendo el ciclo?
Gabriel le tomó la mano con cuidado, como si temiera romper algo valioso.
—Entonces rompámoslo, Valeria. Que la historia no se repita. Que tú y yo seamos diferentes. Sé que no será fácil… pero nunca he dejado de quererte. Ni un solo día desde que te fuiste.
Ella lo miró, con lágrimas formándose en sus ojos.
—Yo también te he querido. Y cada vez que regreso a este valle, me doy cuenta de cuánto lo necesitaba.
Se quedaron así, mirándose, mientras la música de la orquesta flotaba en el aire y los últimos rayos de sol pintaban el parque con luces doradas. Valeria no sabía lo que les esperaba, pero en ese momento comprendió que el amor —como las begonias que brotaban incluso en las orillas polvorientas de los caminos del Valle del Milagro— encontraba la manera de florecer.
Una anciana pasó junto a ellos, los observó con una sonrisa y dijo con picardía:
—El corazón siempre sabe cuándo volver a casa.
Valeria sonrió débilmente. Gabriel apretó su mano.
—¿Vendrás mañana? —preguntó él.
—Sí. Pero esta vez… no voy a huir.
El eco de su promesa quedó suspendido entre las copas de los árboles, como una semilla recién sembrada que el tiempo, tal vez, convertiría en raíz.
El cielo sobre el Valle del Milagro estaba cubierto por nubes de un gris suave, como si la selva también respirara el mismo desasosiego que embargaba el alma de Valeria. Caminaba en silencio por la vereda empedrada que conectaba el hospital con el pueblo, con una bolsa de frutas en una mano y en la otra, un ramo de jazmines blancos que había recogido al paso. Le gustaba llevarlos al cuarto de su abuela Teodora; el perfume dulce de las flores parecía traerle un poco de alivio en medio de los dolores que, por momentos, parecían vencerla.
Gabriel la alcanzó en el sendero, empapado por la llovizna intermitente que caía desde el mediodía. Tenía la camisa húmeda pegada al cuerpo y los rizos mojados, lo que le daba un aire más joven y rebelde. Valeria lo miró de reojo, sin detener el paso.
—¿Te escapaste del vivero? —preguntó ella, intentando sonar ligera, pero el tono cargado de preocupación la traicionó.
—No podía seguir entre almácigos sabiendo que tu abuela estaba peor. Vine apenas supe que habían trasladado a Teodora a cuidados intensivos —dijo él, deteniéndose frente a ella—. ¿Cómo está?
Valeria bajó la mirada, apretando con fuerza el ramo de jazmines. Durante la noche, los médicos habían hablado de “inestabilidad orgánica” y “riesgo neurológico”. Palabras frías que se clavaban como agujas en el corazón.
—No responde como antes. A veces balbucea mi nombre, otras veces no me reconoce. Pero no quiero pensar en eso ahora.
Gabriel asintió y le tendió la mano.
—Ven. Vamos al café del hospital. Te haré compañía. Aunque no digas nada, yo estaré ahí.
Ella dudó por un segundo, pero luego le tomó la mano. La suya estaba tibia a pesar de la lluvia. Caminaron juntos hasta el pequeño quiosco techado donde vendían café filtrado y panes recién horneados. Sentados frente a frente, entre el vapor que subía de las tazas, el silencio se volvió un espacio seguro.